Hoja verde
Las raíces del odio
“Parece obvio: mientras más conocemos de otras personas, más nos simpatizan”, dice Nicholas Carr, investigador estadounidense de fenómenos relacionados con la tecnología, los negocios y la cultura. Explica que “la idea nace de nuestra arraigada creencia que las redes de comunicación, desde el sistema telefónico hasta Facebook, ayudan a construir armonía social”.
Sin embargo, la realidad contradice la idea popular. En su libro Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, Carr sostiene que “cada vez más estudios muestran que mientras más información tenemos sobre otras personas, nos simpatizan menos, no más. Debido a un fenómeno llamado ‘cascadas de disimilitudes’, le damos más peso a las diferencias personales y culturales que a las coincidencias, y esa dinámica aumenta con la acumulación de información.
“La proximidad destaca las diferencias. El fenómeno se agudiza en internet, en donde se premia a la gente por compartir información sinfín sobre ella misma”. Enseguida advierte que “las redes digitales provocan más a menudo conflictos que armonía social. La tecnología es un amplificador. Magnifica nuestras mejores virtudes, pero también nuestros peores defectos. No nos hacen mejores personas. Es un trabajo que no podemos descargar en las máquinas”.
Aunque Nicholas Carr enfocó su investigación y análisis en la sociedad gringa, las conclusiones parecen un diagnóstico puntual de los efectos de este fenómeno sobre la sociedad mexicana.
Y es que pocas comunidades virtuales en el mundo son tan ásperas y explosivas como la nuestra. Aquí, las cascadas de disimilitudes son más caudalosas y violentas debido al contexto político y la coyuntura electoral.
Como dice Antonio Fernández Aguirre, columnista del diario español El País: “Es increíble la espiral de odio que puede desatar en las redes sociales una cuestión cualquiera, dejando al descubierto los instintos más oscuros del corazón humano”, y señala que el origen “está en la política (sobre todo, en los políticos)”.
El nacimiento de la alternancia en el año 2000, las conquistas de la democracia, y el crecimiento de los nuevos medios digitales en el país, alimentaron un discurso de rebeldía anti sistémica en las redes sociales.
“Por desgracia”, dice la subdirectora de Divulgación y Comunicación Social del Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación (Conapred), Valeria Berumen, “la libertad de expresión que conlleva el uso del Internet se embriagó de muchas copas de amargura y odio que impiden a la gente sostener intercambios maduros y tolerantes. Las descalificaciones urbe et orbi y el desprecio por las ideas de los demás son permanentes, nublando los alcances del ejercicio de esta libertad y construyendo una atmósfera poco propicia para disentir”.
Basta revisar casi cualquier discusión entre simpatizantes y detractores de partidos y precandidatos en Facebook o Twitter, para entender el desencanto de Valeria Berumen. Insultos y descalificaciones sustituyen ideas y argumentos, sin posibilidad ni ánimo de encontrar coincidencias y lograr acuerdos.
Cruel paradoja sin duda, pues la esperanza colectiva en un cambio verdadero parece saboteada inconscientemente por los propios ciudadanos en la enconada polarización de las redes sociales. El discurso del odio como narrativa principal del debate político. En vez de encontrar en las redes sociales nuevas maneras de expresar, debatir e intercambiar ideas, el discurso de odio domina espacios en perjuicio de las opiniones diferentes. Una tendencia lamentable que sólo inspira descalificación y desprecio por la otredad.
Pero el fenómeno podría ser peor, según advierte el columnista de El País Fernández Aguirre: “si en tiempos de paz hay gente que exterioriza semejante odio por una cuestión menor, ¿de qué no serían capaces en tiempos convulsos? No es algo banal. Una cosa es la libertad de expresión y otra desear la muerte a un colectivo. Hay cosas que no se pueden consentir”.
¿De qué serán capaces los fanáticos del odio, cuando la convulsión explote con la guerra por el poder en 2018? ¿Pesarán más los mexicanos comprometidos con la democracia, o los promotores de la agitación? ¿Entenderemos a tiempo que el discurso del odio sirve muy bien a los políticos, y muy mal a los ciudadanos? ¿Aprovecharemos la fuerza de las redes sociales el próximo año, para ganar todos, independientemente del resultado electoral?
Y quizá la pregunta más trascendente, ¿convenceremos a los jóvenes de participar en la toma de decisiones democráticas, de las que se sienten ajenos y extraños?
Porque en México existen alrededor de 46 millones de internautas, 43 por ciento de ellos entre 6 y 16 años. Los que hoy navegan más de 5 horas al día, serán los electores en poco más de una década. Si su cultura de debate de ideas políticas nace del odio y la intolerancia, como adultos muy probablemente reproducirán los patrones que aprendieron en las redes.
Y eso, como dice Valeria Berumen, sería una auténtica desgracia.