El agua, un derecho del pueblo
Lo bueno que por el terremoto vino
“Si quieres saber de verdad cómo es la gente, cómo es cada persona, monta una guerra”, dice uno de los personajes de la película ‘Suite Francesa’, basada en una novela del escritor ucraniano Irene Nemirovsky, sobre la vida en un pequeño pueblo francés, ocupado por los nazis durante la II Guerra Mundial.
En ese contexto de caos y destrucción, la película muestra el lado oscuro del ser humano, su naturaleza cobarde y su lucha por sobrevivir, pero también las batallas interiores que se libran en acontecimientos semejantes. El cambio que se produce en las personas, la actitud moral, la valentía, y la solidaridad que surgen en medio de la crueldad y la muerte.
Comparto la frase de esa película, a propósito del terremoto del martes y las escenas contrastantes que vimos todos y protagonizaron las personas más cercanas al desastre, particularmente en la ciudad de México. Como en ocasiones anteriores, en tragedias similares, surgió lo mejor y lo peor de la naturaleza humana.
Ese concepto filosófico de que los seres humanos comparten una serie de características distintivas inherentes, formas de pensar, sentir y actuar en el medio en donde se desenvuelven. Esa que Aristóteles definió como “la esencia de los seres que poseen en sí mismos y en cuanto tales el principio de su movimiento”.
Seguramente, los pesimistas esperaban menos escenas positivas y más negativas que 32 años antes, cuando otro terremoto arrasó parte de la CDMX, pero que despertó solidaridad, desprendimiento, sacrificio y participación de una sociedad tradicionalmente apática y silenciosa, que evidenció la decadencia de un sistema político.
Sobre todo, porque ahora la paradoja democrática del contexto justificaba el pesimismo: una sociedad dividida, irritada, belicosa y enfrentada por la coyuntura electoral, y profunda desconfianza ciudadana en los gobiernos.
En todo caso, el terremoto del martes ofreció un diagnóstico más confiable de la crisis, como cualquier sociedad ante circunstancias parecidas. Porque en cada ser humano hay una guerra entre dos naturalezas, el bien y el mal. Durante toda nuestra vida, la lucha entre ambas continúa, y una de ellas debe triunfar. Pero en nuestras manos está el poder de elegir: lo que más queremos ser, es lo que somos.
Afortunadamente, me parece que hubo más razones para el optimismo. Es cierto, no faltaron escenas de lo malo: la apatía un par de horas antes en el simulacro, los saqueos, gente presumiendo su ayuda, circulación de información alarmista y sin verificar.
Pero lo bueno fue más: restaurantes que no bajaron sus persianas prestaban a los clientes aparatos para recargar la pila de sus teléfonos, jóvenes recolectaban botellas de agua para los brigadistas, vecinos ayudando a soldados en las labores de rescate, ciclistas adaptando sus vehículos para llevar agua, linternas y herramientas de trabajo, y algo atípico, la producción y difusión de memes en las redes sociales muy por debajo del promedio.
Al menos ese día, para variar, el terremoto y sus víctimas, lograron lo improbable, bien que por el mal nos vino: acuerdo colectivo, sin disensos ni conflicto, causa común, con participación solidaria y compromiso activo.
Me temo, sin embargo, que el lapso de esta atípica armonía será breve, que pasará más pronto que tarde.
Ojalá me equivoque y persista mucho más, que trascienda, que nos cambie de a de veras; pero si el tiempo confirma mi temor, ojalá al menos hayamos aprendido una lección pertinente y necesaria en estos tiempos de incertidumbre, polarización y desconfianza: que al final, tienes que decidir si confías o no en alguien.