Sin mucho ruido
Pasos para la paz y la guerra
“Maravilloso, es un asunto que planteamos hace dos años”, comentó el gobernador Héctor Astudillo cuando López Obrador propuso despenalizar el cultivo de la amapola. “Muchos se quedaron asombrados, pero nadie me dijo que estaba loco”, recordó.
En 2016, la propuesta del gobernador guerrerense atrajo la atención de la prensa internacional. En marzo de ese año, The New York Times destacó la relevancia de la iniciativa “del gobernador de uno de los estados más violentos de México”, y miembro del PRI, “el mismo del presidente Enrique Peña Nieto”. En la misma nota, el influyente diario resaltó la atípica convocatoria de Astudillo a “buscar otras alternativas para combatir la corrupción en el país y eliminar la violencia, este es un pequeño paso para la pacificación”.
Una postura muy distinta a la de diez años antes. El once de diciembre de 2006, el entonces presidente Felipe Calderón había declarado la guerra a los cárteles de la droga, cuando el gobierno federal lanzó un operativo contra el crimen organizado en Michoacán.
En abril de 2010, cuatro años más tarde, el cantautor español Joaquín Sabina calificó de “ingenuo” al entonces presidente Felipe Calderón por su guerra antidrogas. “Parece mentira que no supiera que la policía estaba completamente infiltrada y a sueldo, y parece mentira que no supiera que esa guerra no la podía ganar él y ni la puede ganar nadie”, dijo en una conferencia de prensa para iniciar una gira por nuestro país.
De mecha corta, Calderón respondió al día siguiente. Sin nombrarlo, dijo que lo ingenuo era suponer que, “si el Estado desiste de su acción contra los criminales, estos simplemente van a dejar a la gente en paz. Eso no es cierto”, afirmó convencido de ganar la batalla. “La decisión de actuar contra el crimen organizado partió de un diagnóstico que cada día muestra resultados más contundentes”, argumentó su secretario de Gobernación Fernando Gómez Mont.
En efecto, dieciocho años después los resultados son contundentes, pero en sentido contrario. Sabina podría canturrear con esa boca tan suya: “esta canción desesperada no tiene orgullo ni moral. Se trata sólo de poder dormir, sin discutir con la almohada. Dónde está el bien, dónde está el mal”.
Aunque de hecho pudo hacerlo en 2012, cuando Calderón pidió ante la ONU revisar las leyes prohibicionistas sobre las drogas. “A buena hora carajo”, festejó el poeta al conocer la noticia, y sostuvo que “antes o después, todos los gobernantes del mundo reconocerán que la única manera de acabar con tanta violencia” es legalizando las drogas.
Aunque aclaró que “con la legalización no se acaba con las drogas, pero sí se acaba con la corrupción, con las muertes y con los asesinatos, y con la infiltración en el poder”, aseguró que “las drogas están dentro de la sociedad. Son una parte de nuestro modus vivendi, por eso es una utopía plantear el consumo cero”.
Lamentablemente, la terquedad de Calderón disipó el fugaz desplante de su sentido común, y el tiempo confirmó el pronóstico de Sabina: no la pudo ganar él, ni pudo Peña Nieto.
Tuvimos que sobrevivir un viacrucis de doce años y perder a más de 200 mil compatriotas para que ese momento llegara (al menos que pareciera llegar). La posibilidad de encontrar rutas distintas a la guerra para ganar.
Porque la guerra es el mayor atentado a la convivencia y representa la permanente crisis de la moral. La degradación de la guerra confunde la moral con la norma positiva, la legitimidad con la legalidad, el derecho natural con el interés de quienes imponen la ley del poder sobre la sociedad.
Bajo esta lógica, hoy se pretende adaptar la moral a un utilitarismo práctico que justifique la permanencia de la guerra contra el crimen organizado.
Por eso, ante la violencia del Estado, nos urge revisar la esencia de la moral para entender lo difícil que resulta justificarla desde el derecho natural, fuente de toda moral.
En ese sentido, el filólogo español Jorge Botella, señala que “para defender la licitud de la guerra se recurre con frecuencia al falaz argumento de que el fin justifica los medios, burlando los escollos de la moral. Se acepta la maldad intrínseca de la violencia en servicio a conseguir una paz mayor. La falacia interna de la justificación de los medios en atención al fin en el caso de la guerra suele darse en que el bien que se evalúa como fin es el bien de los actores. Se estaría así justificando el bien propio -como fin- con el daño ajeno -el medio-, lo que implica la perversión absoluta de la justicia.
“La ética social, como norma de conciencia subjetiva, se funda en la naturaleza de la relación, en cuyo contenido intrínseco, para que sea justa, el hombre realiza un acto del que se sigue esencialmente tanto bien para la parte contraria como para la propia”.
Parafraseando a Arturo Pérez-Reverte en ‘La guerra civil contada a los jóvenes’, todas las guerras son malas, pero la interna es la peor de todas, la que “enfrenta al amigo con el amigo, al vecino con el vecino, al hermano contra el hermano”.
Por eso celebro la disposición y voluntad de quienes pueden cambiar esta historia, discutiendo, analizando y acordando nuevas estrategias.
Celebro que López Obrador proponga despenalizar la amapola para usos médicos, y que el gobernador Astudillo ratifique su respaldo a lo que propuso desde 2016.
Celebro que el secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, y el obispo de la diócesis Chilpancingo-Chilapa, Salvador Rangel Mendoza, coincidan y respalden la idea.
Los principales fieles de la balanza ya hablaron, ojalá y pronto el Congreso de la Unión haga lo propio. Porque, más allá de partidos y corrientes, como dijo Héctor Astudillo, “el tema central es que hay que bajar la violencia. Es el momento”.