El agua, un derecho del pueblo
Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa. “Montesquieu”
Con frecuencia escuchamos que los mexicanos no tenemos una cultura de legalidad, que somos rebeldes al imperio de la ley o que, cuando menos, buscamos la manera de eludirla sacándole la vuelta.
A esta actitud desafiante al imperio de la ley, le atribuyen los estudios la fragilidad institucional del Estado de Derecho y las consecuencias perniciosas de la corrupcion y la impunidad.
Por eso cuando el presidente de la República pone sobre la mesa el debate que pondera por encima de la legalidad el imperio de la justicia, despierta una polémica inusitada, no por lo novedoso de esta discusión, sino por las implicaciones que tiene en este proceso de transformación que deseamos para el país.
Sus detractores han salido de todas partes y acusan al Ejecutivo federal de proponer una aberración. “¿Cómo era posible que el jefe de las instituciones del Estado hiciera un llamado a tomar la justicia por propia mano? ¿Qué ocurrencia del presidente de la República decir que se puede justificar la no aplicación de la ley en nombre de eso llamado Justicia?”. Para estas voces, la justicia en este país se materializa en la legalidad. Es decir, lo que es justo es lo que permite -o en su caso- prohíbe la ley. Ni más ni menos. El origen y destino de la ley, de todas las leyes en México, es la justicia, por lo que la posición del presidente es incompatible con el Estado de Derecho, la legalidad y la propia justicia.
En principio, podría estar de acuerdo con que la justicia se busca a través de la legalidad, de la aplicación e imperio de la ley. Que en una sociedad democrática y civilizada las leyes y normas permiten una convivencia social a partir de ciertos parámetros que como conjunto social nos hemos dictado para regular nuestro comportamiento y sancionar a quienes transgreden esas reglas, en cuyo caso damos por entendido que en la formulación de las leyes y normas participaron todos los integrantes de la sociedad, y que la adopción de tal o cual ordenamiento jurídico se realizó por métodos democráticos (regla de la mayoría y respetando los derechos de las minoría).
Este procedimiento político que da legitimidad a la adopción de las leyes puede tener un origen en representantes elegidos por los electores (democracia representativa) o bien por mecanismos que recuperen la voluntad popular de manera directa (referéndum o plebiscito). Quiza hasta aquí la distancia entre la justicia y legalidad es menor, en la medida en que una sociedad, a partir de su concepción de justicia, toma la decisión de plasmarlo en leyes que tendrán que obedecer todos de manera obligatoria.
Sin embargo, hay quienes olvidan que en este país ese proceso que legitima el proceso de adopción de leyes se alejó del interés general. Los representantes populares se habían visto obligados ha gastar enormes sumas de dinero en costosas campañas que, de resultar triunfadores, los volvían a obligar a buscar recursos para pagar sus deudas o pagarle a quien les había financiado, sacrificando a la justicia para legalizar los atropellos de sus supuestos padrinos. Con esto su libertad para gestionar o legislar en favor de la ciudadanía se convirtió en libertad para legislar en favor del poderoso.
Esta falta de legitimidad popular ante las leyes emanadas de cuerpos políticos caracterizados por la corrupción y la deshonestidad, no puede producir ordenamientos jurídicos justos. Esto es lo que debemos poner en el centro del debate precisamente: qué tan justas son o no las leyes que nos rigen en la actualidad.
En Guerrero tenemos innumerables casos que ejemplifican de manera directa este cuestionamiento. Hace unos días expuse, junto con el síndico del municipio de Iguala de la independencia, una situación que nos pareció injusta: empresas desarrolladoras de vivienda y el cluster minero pretendían un convenio que les condonara del pago de impuestos locales hasta en un 80%. La respuesta que recibimos de manera inmediata era que dicho convenio es legal porque estaba sustentado en la Ley de Fomento Económico, Inversión y Desarrollo del Estado de Guerrero. Sin embargo, condonar impuestos municipales a grandes empresas como el cluster minero, que tiene entre sus logros posicionarse como el cuarto productor de oro del país, actividad que les deja enormes utilidades, es a todas luces injusto y de parte de las empresas referidas inhumano pretender que el que menos tiene tenga que sostener los gastos de un estado o municipio tan desproporcionadamente generoso con los poderosos.
Se equivocan quienes interpretan las palabras de nuestro presidente como una justificación para que cada quien haga lo que quiera y se rompa con la normalidad institucional. No es un llamado para hacer “justicia por propia mano”. Por el contrario, lo asumo como una llamada de atención a quienes tenemos el privilegio de ser representantes populares y la responsabilidad de legislar. Hoy nuestro mandato popular, además de ser legal, tiene la legitimidad de haber sido elegido por un amplio apoyo electoral. En la Cuarta Transformación, legislar implica hacerlo con una visión amplia de la justicia, aquella que emana de toda la comunidad, y no sólo por la apreciación del legislador. Hoy legislar con justicia significa hacer leyes al servicio del pueblo, sin escuchar el canto de sirena de los malintencionados.
Nos leemos el lunes 20 de mayo.