Teléfono rojo
¡Usted no puede ser un maestro!
Era el verano de 1986. Hacia ocho meses que me había integrado como docente a la Unidad Acapulco de la Universidad Pedagógica Nacional donde se veían las prácticas docentes más anticuadas que me recordaban la escuela primaria de mi pueblo en Oaxaca.
Un poquito de (pre)historia: al concluir la licenciatura en Ciencias de la Comunicación Social en la UAMX me integré como profesor en la UNAM.
El temblor de septiembre de 1985 marcó mi vida como a miles de ciudadanos de la gran metrópolis. Después de la dolorosa experiencia, sin mi auto, decidí volver al rumbo. Porque no pude hacer ni cambio a la unidad de Oaxaca me incliné por la UPN Acapulco trasladando mi plaza que había obtenido en esa universidad a través de un concurso de oposición.
Decía, era el verano de 1986, y me asignaron impartir la materia Comunicación y Expresión, así se llamaba el curso que incluía una antología bastante completa sobre el tema, a profesores normalistas que buscaban obtener el título de licenciados en educación básica o preescolar.
Ingresé al aula cuando faltaban 10 minutos para el inicio de clases. El aula, un mercado ruidoso donde se come, se vende e intercambia todo. Era el momento propicio para que apareciera el Mesías y los arrojara a cinturonazos de este templo en ruinas de la educación pública en este estado.
Más joven que muchos de mis alumnos pasé inadvertido y me acerque al escritorio que se encontraba a un lado del pizarrón al centro de la pared.
Coloque mis instrumentos de trabajo, un gis y un borrador marca Erase. Literalmente me monté en el escritorio de lámina y doble las piernas en flor de loto. Con texto en mano maté el tiempo residual leyendo a Jorge Ibargüengoitia. Minutos después vi el reloj y golpeé las manos, como hacía mi abuela cuando quería llamar a alguien a distancia.
— ¡Vamos a comenzar soy el maestro!
Con manifiesta voluntad, disciplina, los maestros, rompieron la dinámica anárquica del “recreo” y volvieron sus pasos hacia las butacas y tomaron asiento.
Yo producto de la educación modular, rompiendo los roles y conductas de un educador tradicional, desde lo alto del escritorio puse el libro que leía a un lado e hice mi presentación. Ya saben: nombre, estudios, escuela y experiencia laboral.
No había pasado más de eso, cuando un alumno, bastante mayor para mi edad de entonces, se paró de su butaca y puso la mano en alto con su reclamo.
—¡Usted no puede ser un maestro!
Satisfecho porque la provocación había funcionado respondí. Eso era la que buscaba la rebelión a la autoridad porque pensaba, como ahora pienso: que nadie es libre hasta que todos seamos libres.
—¿Por qué? Manifesté con una falsa ingenuidad, pero respetuosa hacia él único maestro-alumno de un grupo de cuarenta estudiantes que se atrevía a cuestionar a su docente con los argumentos de su conocimiento adquirido como normalista y que con seguridad reproducía con sus alumnos en la escuela donde trabajaba.
— Porque un maestro no puede enseñar eso a sus alumnos, dijo señalándome. Yo arriba del escritorio.
— Yo soy tu maestro de comunicación, no de moral y ni de buenos modales, le dije con tranquilidad. Y mi intención es romper los esquemas del tradicionalismo en el aula. Si no te gusta mi clase busca otro grupo.
El maestro salió de mi grupo. La próxima clase ya estaba ahí y yo sentado en el escritorio.
El maestro “tradicional” al final del curso ya se atrevía a romper los esquemas del tradicionalismo, no sólo su actitud pasiva y de disciplina ante la autoridad. Algunos años después siendo ya licenciado en Enseñanza Básica lo vi en la calle enarbolando la bandera roja y negra de la CETEG, gritando consignas contra el charrismo y exigiendo justicia y más salario. Maestros muchas felicidades. Aprendí tanto de ellos, de mis alumnos, los maestros de Guerrero.