Hoja verde
Un inusual y profundo silencio
Es lunes, sin ser oficial, digamos el primer día de nuestra cuarentena tropical.
El vendedor de bolillos que se para todos los días en los mismos lugares de siempre a lo largo de la calle principal de Cumbres de Llano Largo, desde que lo conozco, al menos desde hace unos 15 años, este lunes muy temprano ahí estaba vendiendo el pan cocido en horno de leña como él presume.
El aviso de que ya está en el lugar de siempre vendiendo el bolillo recién salido del horno, no siempre fue así. Ahora es el ruido tosigoso de su moto.
Antes caminaba las calles empinadas con su canasta en la cabeza. Después que el negocio prosperó adquirió una bicicleta y una canasta más grande; voceaba el producto estirando las bocales como una rúbrica musical hecha a modo.
Ahora en su motocicleta y con una caja de madera mucho más grande, sigue ofreciendo la mercancía que le ha ganado respeto y le da de comer a él y a su familia todos los días.
—De eso vivo. No puedo quedarme en casa— me dice. Y con un poco de humor y cambiando el tono de voz como si hablara desde el púlpito a la feligresía, entona su prédica: “Si no ¿quién les daría el pan nuestro de cada día?”.
La calle está vacía, hasta parece domingo o día festivo sin fiesta verdadera. El alboroto de las conversaciones, las pequeñas riñas que provocan los niños uniformados de pelo engomado no se escuchan. Las madres que arrastran a los críos perezosos, parece que fueron arrancados del paisaje matutino.
La escuela primaria está cerrada. Los vendedores que ofrecen de todo a la puerta del recinto escolar, dijeran los maestros en sus discursos cuando se ponen oficiosos, se marcharon como las golondrinas. Ya no venden volovanes, chorizo y carne enchilada de San Jerónimo, chicharrones, licuados, tortas, ropa interior, Andrea, Avon, Mega Shoes, picaditas, gorditas, y un largo etcétera.
Bueno, ni el vendedor de nada, pero que siempre tiene en oferta y al alza la música de Mar Azul a todo volumen como demostración de poder y de acceso a la tecnología, no se escuchan las bocinas inteligentes que aún paga en Coppel.
Un inusual y profundo silencio impera en la avenida Principal, roto por momentos, por el canto de las chachalacas, las cotorras, los pachecos y las urracas.
Y los taxistas manejan con una pereza fuera de la lógica de un ruletero que paga cuota y que casi roza en el civismo que mandan las reglas de urbanidad y la ley.
Lunes 23 de marzo, a dos días de la entrada de la primavera, que también es el umbral hacia la primera cuarentena ordenada por el gobierno en México para prevenir la propagación del coronavirus en Acapulco.
No quiero ser dramático como guionista de telenovela turca, pero desde el cerro veo a mi ciudad triste, gris, semicubierta de humo.
Los vecinos, tradicionalmente conversadores, desinhibidos, saludan con amabilidad desde lejitos como no queriendo y reprimiendo el natural impulso que nos lleva a los besos y a los abrazos en los encuentros fortuitos a la menor sonrisa.
Es martes, segundo día de la cuarentena. El señor que vende mercerías no abrió; la verdulería llena de colores naturales ofrece sabores; la pollera, con su morgue de cuerpos amarillos que reposan sobre una mesa de madera, espanta la moscas, destaza un pollo mientras en espera a los clientes que no llegan. Varios locales comerciales, el sastre, la tiendita de ropa, tienen abajo la cortina, ya no abrieron hoy. Los colectivos amarillos viajan a velocidad moderada, como debieran hacerlo siempre, solos, con uno o dos pasajeros.
El bolillero, como relojito suizo, puntual en su lugar de siempre. ¿Los niños? No se ven por ningún lugar ¿Dónde jugarán las niñas… Dónde jugarán? ¡Ánimo mi gente!