Conectando voces, construyendo el futuro
Eternamente Monsiváis…
Diez años sin Monsi. El 19 de junio de 2010 el escritor mexicano Carlos Monsiváis dejó de existir en una sala fría de hospital para vivir en el corazón y en la memoria de miles de mexicanos que lo conocieron, y que aún sin leerlo, lo amamos para siempre.
Para otros, los menos, de plano era insufrible, ególatra, sucio, anarquista, presuntuoso y todos los agravios posibles contra quien era el centro de la atención pública, gracias a sus libros, a su activismo político dentro de la izquierda, a su afán por abanderar causas perdidas. Todo eso que lo fue trasladando desde lo marginal hacia el centro, a una especie de Gloria Nacional, que para sus amigos, en el lenguaje más monsivaiano, no era más que el inevitable y bien ganado título de “Glorieta Nacional” en todas sus acepciones.
Por Monsi, muy joven, conocí a gente e ingresé a muchos lugares que creía fuera de mi alcance e influencia. Era un personaje público al que se le requería (palabra que gustaba usar con frecuencia y como sinónimo de invitación) en cualquier evento de trascendencia en la ciudad, antes Distrito Federal. Pocas veces podía decir “no fui requerido”, con esa sonrisa maliciosa que le caracterizaba y que precedía a la crónica más informada sobre el evento donde no había estado.
Era sorprendente la cantidad de gente que lo saludaba en los espacios públicos que él gustaba recorrer, a diferencia de los intelectuales de la época que se inclinaban por el claustro y el espejo para contemplar su solemne fama.
En la colonia Portales, en la calle de San Simón, lugar donde vivía con su madre, era el personaje. No sé si esa calle ya lleve el nombre de uno sus más ilustres habitantes, como un merecido homenaje y de otros aún pendientes.
Casi a fines de los setenta, estudiante de comunicación, conocí a Carlos que ya era tan popular en los círculos intelectuales, ya había publicado Amor Perdido, como lo era Juan Gabriel en la industria del disco en el pueblo raso sin que aún hubiera escrito Amor Eterno. Recuerdo al Divo de Juárez porque más tarde el autor lo buscaría como compadre de bautizo de algunos de sus vástagos.
De ahí vino una curiosa amistad que se prolongó hasta el final de su vida. Ya viviendo en Acapulco, siempre la oportuna llamada telefónica, o en sus visitas al puerto, como chaperón, siempre hubo oportunidad de recordar amigos mutuos (¡muchísimos!), tomar el café en el Astoria, recorrer las tiendas de disco en 5 de Mayo e insertarnos en las entrañas de una ciudad que él conocía como la palma de su mano, que le traía imágenes de la infancia y de su agitada juventud vivida aquí.
Su amistad con Teddy Stauffer. Ya estando viviendo en el puerto, a mediados de los ochenta la pregunta recurrente: “¿No has visto a Teddy?”. Y venían las anécdotas del underground acapulqueño: Tequila a go go, El Pez que Fuma y el Sanc Souci, este último ubicado por el rumbo de Caleta, cerca de la casa del pintor Diego Rivera, el cerro de La Inalámbrica, viendo al mar frente a playa Langosta.
“¿Qué dice tu gobernador? El de La Nueva Clase Política…”, acentuando el tono de las tres últimas palabras, me preguntó alguna vez por José Francisco Ruiz Massieu, a quien conoció en la Universidad de Essex donde Carlos impartía la cátedra de Literatura Latinoamericana. Ruiz Massieu conoció ahí al maestro en un círculo de estudiantes mexicanos que se reunía con frecuencia en la institución británica.
Regresando a la residencia de la calle de San Simón, siendo aún estudiante a punto de egresar de la UAMX, Carlos me propuso colaborar en una de las muchas revistas en las que él mantenía influencia. Yo hacía la especialidad en radio. Ni tardo ni perezoso me dijo: “Deberías de hacer críticas de programas de radio”, ejercicio que casi no existía en ese tiempo.
Así que me dediqué a oír con más atención lo que sucedía en el dial chilango, más allá de Radio Educación y Radio Universidad, que eran las frecuencias que escuchaban los universitarios y los intelectuales de aquel tiempo.
Por mi costeñidad a flor de piel acerqué mi oído a una estación que se llamaba Radio Ai que difundía cumbias y guarachas mexicanas y colombianas, cuál sinfónola aérea y con locutores complacientes hacia un numeroso público compuesto por trabajadoras del hogar y trabajadores de la construcción, que platican al aire sus amores y penas para luego ser complacidos con algún tema musical de su preferencia, que también servía como una especie de correspondencia amorosa.
Conocedor de la cultura popular, Monsi conocía muy bien la frecuencia y la música que se difundía ahí. Además era vecino del Salón California, que se encuentra aún sobre la avenida Tlalpan.
Después de aquel artículo publicado y celebrado por su título, acudimos en calidad de “sociólogos” a la catedral de la cumbia chilanga. Como también fuimos a varios tibiris chilangos, bailes callejeros con sonidos memorables y en días laborables, entre semana, recuerdo el del barrio de Santa Anita por la Calzada de La Viga, donde hicimos amistad con Ramón Rojo “La Changa”.
Nada como la curiosidad de Carlos, nada como su ingenio, nada como su imaginación, nada como su habilidad para el manejo del lenguaje. Y nada como su enojo con sus adversarios. Recuerdo pleitos memorables.
Después de leer el artículo periodístico, mi primera colaboración como crítico de programas de radio por la que recibí cien pesos, mi primer pago por hacer eso, de su puño y letra tituló la nota: “Si Radio Ai se vistiese de luto, el ataúd se movería mucho menos”.
Así era Carlos, eternamente Monsiváis.