
Incendio afecta actividades en la zona Diamante de Acapulco
CHILPANCINGO, Gro., 19 de junio de 2014.- En Agua Hernández el miedo brama, retumba, golpea, arrasa, destruye, se desliza por los cerros y atraviesa el pueblo, se lleva chivos, vacas, gallinas, árboles, arranca casas y despoja de su patrimonio a las familias, de por sí humildes.
Comienza como un murmullo suave; tras la tormenta, se escucha a lo lejos un golpe que se acerca de a poco, primero despacio y después a toda prisa, devastador.
Cuando el Río Chiquito cambia su murmullo por un bramido macabro, anuncia la llegada inminente de la desgracia al pueblo de Agua Hernández.
Allá, donde la devastación baja del cielo en forma de lluvia y se convierte en río.
Para llegar a Agua Hernández primero hay que entrar a Ocotito y subir hacia la sierra, por un camino que pasa paralelo al Parque Industrial.
Conforme subes, la vegetación cambia y el paisaje tropical se vuelve templado: árboles de ocote, pino, encino, cocoyules, grandes troncos que se erigen imponentes, casi invencibles.
Las curvas cerradas y continuas se convierten en un desafío para los vehículos y para el estómago de quienes las recorren.
Primero curvas, luego derrumbes, piedras bloqueando parte del camino, luego todo junto.
Las llantas y la pericia del conductor se ponen a prueba, ante el riesgo de caer por alguno de los voladeros o barrancos de esta carretera que el gobierno federal recién reconstruyó, tras el paso de la tormenta tropical Manuel.
Las lluvias que provocó Manuel devastaron Guerrero en septiembre de 2013; la reconstrucción de esta carretera fue lenta, pero su nueva destrucción fue instantánea con las primeras lluvias de 2014. Los habitantes de los pueblos vecinos culpan a la baja calidad de los materiales y la falta de interés del gobierno por atender las zonas marginadas.
La vista es innegablemente espectacular; la desafiante orografía guerrerense se impone con relieves casi imposibles de imaginar.
El camino serpenteante nos dejó en Tlahuizapa, donde tuvimos que dejar el coche y rentar una camioneta ganadera que nos llevó a Icuinatoyac, un pueblo pequeño con casas de adobe, madera y lámina.
Para llegar hasta Agua Hernández hace falta otro tipo de vehículo, un caballo o una camioneta 4×4 para atravesar el Río Chiquito, que en esta época del año no lo es.
Esperar a la orilla del río fue la única opción, pero las nubes cerraron el cielo y una vez más comenzó una lluvia ligera.
Fue entonces que “Máquina” llegó al rescate, con una camionetita destartalada a la que le suena todo, menos el estéreo.
Juan Jerónimo es un hombre mayor pero jovial. En Agua Hernandez le apodan “Máquina” porque siempre está listo para auxiliar a la población.
Una vez que cruzamos el río, el camino se dibujó difícil entre barrancas y voladeros, aunque de a ratos el paisaje se abrió exuberante ante la pequeña camioneta vieja que avanzaba ruidosa.
A lo lejos se mira el pueblo de Agua Hernández. Al fondo, enormes nubes negras anuncian un aguacero.
Llegamos al poblado a las 4:20 de la tarde, siete horas después que salimos de Chilpancingo.
De primer momento, la pobreza y marginación te atrapan, pero te sueltan casi al instante, cuando descubres la alegría de los habitantes.
En un brazo claro del río, los niños se bañan y juegan mientras las madres lavan la ropa.
En la calle, la única pavimentada, un grupo de niños y jóvenes interpretan la danza de los diablos, al ritmo de una guitarra y una caja de madera que hace las veces de tambor.
“Estamos celebrando a San José, es el festejo del Corpus Christi”, explicó un hombre de edad avanzada mientras observaba el espectáculo.
En Agua Hernández ni la lluvia, ni la devastación detuvieron esta celebración católica que se realiza cada año, 60 días después del Domingo de Resurrección, en Jueves de Corpus Christi.
La alegría del pueblo no oculta la desgracia en la que viven, que se observa desde lejos, desde el camino, desde antes de llegar.
Lo que alguna vez fue la cancha techada de basquetbol, hoy son toneladas de acero retorcido que se asoman a varios metros sobre el río.
Sólo la disfrutaron dos meses, hasta que el 15 de septiembre de 2013 comenzó la lluvia, primero ligera, después torrencial.
El aguacero no paró hasta el 18 de septiembre, cuando un destello de sol se coló entre las nubes e indicó que lo peor de la tormenta había pasado.
Librado Carbajal Mónico es un hombre de 23 años, nacido y criado en Agua Hernández, donde finalmente se casó y formó una familia.
Nunca antes fue testigo de una contingencia natural de tal magnitud, como la que provocó la tormenta tropical Manuel.
Relata: “Fue un domingo en la mañana cuando el río comenzó a entrar poco a poco, estaba con mi esposa y una niña que tengo de tres años. Cuando empezó a subir el agua del río, nosotros comenzamos a sacar las cosas pero fue imposible, todo lo que teníamos nos lo quitó, nomás alcanzamos a sacar algo de ropa y unos trastes, lo demás se lo llevó el río.
El joven padre de familia extiende el brazo derecho y señala con el índice un punto a la mitad del torrente de agua: “Ahí estaba mi casa, ya no hay nada”.
El comisario municipal, Nazario Sánchez Romero, cuenta que la mañana de ese domingo 15 de septiembre el río cambió su curso y atravesó el pueblo a la mitad, dejando sin hogar a 48 familias de Agua Hernández.
Allá, a unos metros, entre el río y algunos remansos de arena, se ven trozos de paredes y tejados.
De los baños de la escuela, dos aulas, varias casas, la cancha y el centro de salud, no queda nada.
También se observa el camino serpenteante por el que tiempo atrás anduvo el río, en su cauce original.
Con tres días de lluvia intensa de la tormenta tropical Manuel, el pueblo quedó completamente incomunicado.
Pasadas dos semanas la comida escaseaba, por lo que el comisario organizó una comitiva de 10 hombres para ir a Chilpancingo a pedir auxilio.
Caminaron desde la madrugada, pidieron agua y comida en los pueblos que atravesaron en el trayecto y llegaron a Chilpancingo cerca de la media noche; sin dinero, esperaron afuera del ayuntamiento a que amaneciera.
Completamente sucios y empapados, con lodo en la ropa, algunos descalzos, pasaron cuatro días afuera del ayuntamiento hasta que los recibió el alcalde de Chilpancingo, Mario Moreno Arcos.
Prometió despensas para cubrir de manera emergente la escasez alimentaria, semanas después subió al pueblo y prometió viviendas para las familias que perdieron su hogar.
A nueve meses del discurso mesiánico, ninguna promesa se cumplió.
Del gobierno del estado no recibieron nada, del gobierno federal tampoco.
Llegaron algunas despensas que fueron insuficientes, pero el mayor apoyo lo dieron las comunidades vecinas que no sufrieron tantas afectaciones.
Trataron de continuar su vida normalmente, reconstruir lo que fuera posible, adaptarse a vivir en casa de algún familiar o de algún vecino.
Los niños regresaron a la escuela para recibir clases en la única aula que no se llevó el río.
Llegó junio de 2014 y con el mes iniciaron las lluvias.
El Río Chiquito bramó de nuevo y al escuchar su alerta macabra, la población de Agua Hernández huyó hacia una lomita, en donde adaptaron una especie de albergue.
Esta vez el río no tocó ninguna casa, pero se llevó la única aula que quedaba de la escuela primaria rural federal Ignacio Zaragoza, que atiende a 130 niños.
Con cada lluvia el río crece, brama, bufa y se lleva el pueblo lentamente, trozo a trozo de tierra, cada vez más cerca de las pocas viviendas que quedan en pie.
Nueve meses después de la tormenta Manuel, llueve otra vez y el miedo de los habitantes de Agua Hernández crece al igual que el río.
De acuerdo al comisario municipal, en el pueblo viven alrededor de 600 personas, pero en el último mes al menos 70 familias se desplazaron a un punto conocido como Los Cimientos, donde pasarán la temporada de lluvias.
Ninguna autoridad se encargó de reubicar a estas familias, cuyo asentamiento conformará un nuevo pueblo: El Renacimiento de Agua Hernández.
No esperaron autoridad alguna, porque en nueve meses nadie les resolvió la reubicación y nuevamente es temporada de lluvias.
Algunas familias construyeron pequeñas galeras de madera y lámina, otras de adobe y Carrizal, dependiendo de la capacidad económica.
El terreno es de siete hectáreas que pertenecen al ejido de Agua Hernández; para llegar a la comunidad hay que caminar dos horas a través de veredas.
Antes de que oscurezca hay que salir de Agua Hernández, porque de noche es aún más difícil andar por el camino destrozado, el de las vistas impresionantes, el de los voladeros y barrancos.
Conforme la camioneta destartalada se aleja, la gente sale a despedirse.
A lo lejos se ve el río, que pasa rapaz junto al pueblo, mientras termina de devorar la escuela, el centro de salud, la cancha techada y las 48 casitas que derribó durante la tormenta Manuel.
Las nubes negras cierran el cielo y tras un par de relámpagos, se suelta una lluvia ligera.
Una neblina espesa baja por los cerros, se cuela entre los árboles e invade el camino. La visibilidad es limitada.
A lo lejos se escucha la música de la guitarra y la caja de madera que marcan el ritmo de “los diablos”.
Conforme nos alejamos el ruido se vuelve un eco pausado, hasta que finalmente desaparece, al igual que las figuras de los niños que danzan bajo la llovizna.
Oscurece y el viento es frío. Cientos de luciérnagas se iluminan entre los árboles. Atrás quedó Agua Hernández, el pueblo que se llevó el río.