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CIUDAD DEL VATICANO, 26 de abril de 2014.- El cardenal polaco Stanislaw Dziwisz fue el secretario personal de Karol Wojtyla durante casi 39 años, incluidos los 27 años en que ejerció como el Papa Juan Pablo II. Considerado como la persona más cercana al Pontífice, que mañana se transformará en santo, Dziwisz contestó las preguntas de un grupo de periodistas en Roma en relación con la figura del Papa.
¿Con qué palabras piensa en Juan Pablo II?
Karol Wojtyla fue sin dudas un gigante de la Iglesia, porque durante su pontificado el mundo cambió: se derrumbaron los muros -la Cortina de Hierro entre Oeste y Este-, pero también muchos muros construidos en los corazones de los hombres. Cambió la Iglesia: la hizo más abierta, más cercana al hombre, sobre todo a quien sufre. El estaba enfermo, muy enfermo en el final de su vida. Todo su recorrido fue marcado por el sufrimiento, desde que muy pronto perdió a su madre y a su hermano que era para él un amigo, un punto de referencia. La vida siguió brindándole muchas pruebas. Pero su ejemplo dejó claro que estas penas tienen un significado. Juan Pablo II restituyó dignidad al dolor.
Durante sus funerales, miles de peregrinos en Roma pedían que fuera Santo de inmediato. Fue la canonización más rápida de la historia. ¿Se lo esperaba?
Juan Pablo era santo en vida. Pero quiero añadir que no fue importante sólo para los fieles cristianos. Fue líder espiritual para todas las otras religiones: para los judíos que llamaba “nuestros hermanos mayores” y con los que entabló óptimas relaciones y un diálogo profundo. Y luego los musulmanes, entró en la mezquita, apunta la entrevista publicada por el diario chileno La Tercera.
¿Cómo recuerda al hombre Karol?
Trabajando con él, cada día era distinto. Era un hombre muy rico de espiritualidad y creatividad. La emoción más grande fue cuando se asomó al balcón de la Basílica de San Pedro: era el primer Papa extranjero en tantos siglos. Luego recuerdo los viajes. También llevo conmigo sus últimos momentos: se despidió de nosotros con tranquilidad. Su enseñanza fue que el hombre debe prepararse a pasar de una vida a la otra. Nunca descansaba. Nunca estaba cansado, parecía inagotable. Pero nunca tenía prisa. No acuerdo ni una vez en la que tuvo premura. Su trabajo era una forma de rezar. La suya era una oración geográfica, es decir, que cada día nombraba un país tras otro. Pedía la paz, la justicia, el respeto hacia las personas y de los derechos humanos. Pero también cosas concretas.
Cuando le dispararon en la Plaza de San Pedro, en 1981, me subí a la ambulancia con él y escuché indistintamente que mientras estuvo consciente rezaba. En voz baja, rezaba por su atacante. No sabía quién era, pero ya lo había perdonado.
¿Por qué cree que la gente lo quería tanto?
Porque siempre estuvo al lado de los enfermos y de los pobres. Como cuando en San Francisco abrazó aquel niño con VIH que nadie se atrevía a tocar. Con sus viajes a África o a Asia intentaba darle voz y visibilidad a quien no tenía nada. Gritaba hacia los ricos del mundo para que cambiaran de actitud.