Médula
Pasan los días, las semanas y los 43 normalistas desaparecidos en el municipio de Iguala, Guerrero siguen sin aparecer, y las pruebas científicas que ofrece la PGR para certificar que los restos óseos encontrados en el basurero del municipio de Cocula, no satisfacen a los indignados y escépticos padres que cada vez le creen menos a un “desgastado y cansado” Procurador y sus investigaciones.
El ataque por parte de policías municipales contra estudiantes normalistas, y su posterior entrega a los sicarios del crimen organizado, ha creado una crisis de confianza en las instituciones del país. Es una crisis que alcanza a la clase política en su conjunto. Los casos de cuerpos de seguridad que se coluden con el crimen organizado no son patrimonio de partido alguno ni respetan ideologías. Y, sin embargo, no faltan los simpatizantes de corrientes o líderes políticos que han aprovechado la desaparición de los normalistas para tratar de sacar ventaja de la situación.
Hay quienes han querido pintar las expresiones de violencia como el incendio de la puerta palacio nacional como una forma legítima de exigir la presentación con vida de los estudiantes. Otros han aprovechado para pedir la renuncia del Presidente de la República o han querido vender la idea de que el país está al borde de la revuelta. Es imposible negar la gravedad de los hechos de Iguala. El ataque contra un grupo de ciudadanos —y el posterior secuestro de 43 de ellos— por parte de quienes tenían la obligación constitucional de defenderlos habla por sí mismo. Sin embargo, también es innegable el oportunismo de diferentes personajes frente a esa crisis. Sería ingenuo leer sus críticas sin advertir que, para ellos, la demanda de que aparezcan los normalistas es un medio para lograr otros fines.
El caso Ayotzinapa se ha convertido en la representación de aquellos males que impiden a México presentarse como un país de leyes, legalidad e institucionalidad. Del lado institucional Ayotzinapa sintetiza la inoperancia del sistema de justicia, la debilidad de los cuerpos policiacos, la impericia de los ministerios públicos, la ineficacia de los aparatos de inteligencia, la inutilidad de la comisión de derechos humanos y lo invertebrado del federalismo. Compendia, pues, la ineficacia de las instituciones.
Del lado de la legalidad, condensa la tolerancia y permisividad frente a la comisión de delitos perpetrados por la clase política —funcionarios electos y designados—, pero también por las organizaciones y movimientos sociales. Delitos que no tienen consecuencias porque no son investigados ni perseguidos ni sancionados. Ayotzinapa confirma la regla de que la impunidad impulsa la violencia y es, en buena medida, la constatación del fracaso de la democracia porque no hay democracia sin Estado de derecho.
Al igual que en crisis anteriores, hoy que los hechos de violencia y complicidad entre crimen organizado y autoridades son inocultables, la clase política plantea con urgencia la necesidad de un nuevo pacto. Un pacto contra la inseguridad y en favor de la legalidad; un pacto para combatir la corrupción y cerrarle el paso a la impunidad; un pacto contra la violencia que impida la repetición de casos como el de Iguala.
Bienvenida la voluntad de hacerlo. Pero, por qué darle crédito otra vez al discurso del “tope donde tope”, “nunca más otro Iguala”, “combate frontal a la corrupción” o “por una auténtica política de Estado con visión de largo plazo”. Para que ese pacto adquiera algún viso de credibilidad los partidos primero tendrían que confesar lo inconfesable: que han mantenido un pacto tácito en favor de la ilegalidad, de la impunidad y, por tanto, de la violencia. Ejemplos de denuncias que deshonran a las instituciones y sus integrantes y que después nunca se persiguen o incluso se encubren, sobran.
Hoy los políticos se rasgan las vestiduras porque el gobernador Aguirre con licencia, el procurador o el secretario de Seguridad Pública de Guerrero dejaron escapar al alcalde de Iguala, El PRI ha impedido una y otra vez que se investigue a los gobernadores que militan en sus filas lo mismo que el PRD y el PAN a los suyos. Parte de lo que la democracia prometía era que la competencia llevaría a tener no sólo ofertas políticas distintas sino un ejercicio de poder y una toma de decisiones alejados de la discrecionalidad, la ilegalidad y la impunidad. Se pensó que los partidos se convertirían en los mejores vigilantes y contrapesos de sus adversarios y que serían un dique contra la corrupción. Se pensó que se fiscalizarían celosamente los unos a los otros y que se cuidarían en el ejercicio del poder si no por responsabilidad o ética pública al menos por interés: por miedo a que una vez perdido el puesto el sistema de justicia los alcanzara.
No fue así. Los partidos resultaron estar hechos de la misma materia prima y adoptaron la regla no escrita de: “se vale exhibir, pero no perseguir; se vale denunciar, pero no consignar”. Para que un pacto funcionara haría falta que los políticos mexicanos estuviesen dispuestos a canibalizarse: a perseguirse a sí mismos. Pero no lo están.
Ante esta crisis, el ciudadano debe reafirmarse como agente del cambio. Eso significa empatar su capacidad de protesta con su creatividad para desarrollar formas de participación constructiva.En estos momentos, las prioridades tendrían que ser 1) la búsqueda incesante de los desaparecidos y llevar ante la justicia a los responsables de los hechos, incluyendo a Aguirre, su exprocurador y al de Seguridad Pública, y 2) la construcción cuidadosa de vínculos entre ciudadanos que piensan distinto para apuntalar la casa que todos habitamos.La politiquería desaparece cuando la mayoría de los líderes y de los ciudadanos actúa con responsabilidad y sin egoísmo. La suspicacia se borra cuando la autoridad se compromete con la transparencia y el apego a la ley, pensando en el bien superior de la sociedad. Gobernantes y gobernados tienen tareas importantes que cumplir en esta coyuntura.
Los ciudadanos y la población del sur esperamos resultados y justicia, queremos que la paz social y la tranquilidad regresen a Guerrero, y estos denigrantes eventos realmente nunca vuelvan a pasar.
ES CUANTO