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CHILPANCINGO, Gro., 9 de agosto de 2014.- ¿Qué tal unas vacaciones en La Chingada? No la figura mítica descrita por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, sino por la población cercana a San Miguel de Allende, Guanajuato, que tiene apenas cinco habitantes. Si esta comunidad no es de su agrado, el viajero puede avanzar unos kilómetros más por carretera y llegar a La Nalga de Ventura, en la misma entidad.
Si se prefiere cambiar de aires y acercarse al mar, puede instalarse en la comunidad veracruzana Está Cabrón o conocer, de pasadita, los pueblos La Verija o Las Tetillas, en Michoacán.
Si el viajero tiene en mente algo más cosmopolita, ¿qué tal una estancia en Nuevo Hawai, Zacatecas; en Rancho Little Joe, Baja California; en The Flower Games, Jalisco, o en San Antonio Texas, Guanajuato? Pero si la idea es volver a la tradición, ¿por qué no visitar Salsipuedes, Guerrero, o El Chingadazo, Tamaulipas?
Todas estas poblaciones “y muchas más” existen, están asentadas en territorio nacional y son reconocidas por instituciones como la Secretaría de Desarrollo Social.
Sin embargo, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) ve en la proliferación de estos nombres un retroceso en la forma de designar un sitio a partir de sus características físicas (toponimia), incluidos entorno, clima, flora y fauna.
Casi nadie repara en que Xochimilco fue llamado así porque las culturas prehispánicas vieron ahí una “milpa de flores”, mientras que Iztapalapa fue un “río de lajas o lozas” y Chapultepec era “el cerro de saltamontes”.
Acapulco recibió ese nombre porque en otro tiempo fue un “lugar de cañas gruesas”, en Tlatelolco abundaron los “terraplenes artificiales” y Zacatecas era una “tierra donde abundó el zacate”.
“Los nombres nos cuentan la historia de un lugar, nos relatan cómo fue en otro tiempo, aunque ahora sus características sean totalmente diferentes”, señaló el Inegi.
(Fuente: Vanguardia)