Tiene Karol G su propia muñeca Bratz
Ha transcurrido casi un quinquenio desde que la ópera prima del cineasta mexicano Alejandro G. Iñárritu se sintió como un producto disonante en territorio azteca y hoy, tras 4 exitosos largometrajes, el también apodado “Negro” se apunta a la más grande sus conquistas voladoras al reflexionar sobre cómo el ser humano debe enfrentar a su propio ego y sus frustraciones en el trajín cotidiano.
Alucinante, desquiciada e intensa, la trama se desempluma en favor de un personaje llamado Riggan Thomson, quien quiere hacer una obra de teatro en Broadway a fin de “hacer levantar el vuelo” de su moribunda carrera, sin embargo, el actor está encasillado y la sombra de un icónico superhéroe que interpretó en su edad de oro, con quien habrá que lidiar en los momentos más inoportunos.
La presión no será sencilla para esta antigua celebridad hollywoodense, por todo lo que implica personal y profesionalmente para reencontrarse con su familia, con su público y consigo mismo, entretejiendo un guión ingenioso y divertido en el que Iñárritu y compañía se burlan del gremio y sus histriones a través de una mirada aguda de planos secuencia.
Dividida en 4 líneas temporales con las que juega el director, ataviada un reparto de hasta 17 luceros de la pantalla grande y escrita como un vocablo rocambolesco de intrigas policiacas, El Gran Hotel Budapest cuenta las aventuras de Gustave, un burlesco conserje de hotel que consigue inmiscuirse en el caso de un robo y la recuperación de una pintura renacentista de valor incalculable, misma que desata un enfrentamiento entre a los miembros de una acaudalada familia.
Como telón de fondo, los levantamientos que transformaron Europa durante la primera mitad del siglo XX se integran en esta fábula de personajes carismáticos, una carga estética impecable, brillantes interpretaciones y un gracioso desliz inspirado en el universo del escritor austriaco Stefan Zweig (de frecuentes fantasías y panorámica imaginación).
Por medio de un fascinante deleite por el absurdo, sonrisas garantizadas y una chica con lunar en forma de México en su cachete incluida, la novena obra del cineasta Wes Anderson constituye un espectáculo de enredos al más puro estilo de un cuento con endiablado ritmo para vivir el domingo en familia.
Durante el invierno de 1952, las autoridades británicas entraron en el hogar del matemático, analista y héroe de guerra Alan Turing con la intención de investigar la denuncia de un robo.
Acabaron arrestando a Turing acusándole de “indecencia grave”, un cargo que le supondría a una devastadora condena por, lo que en aquel entonces se consideraba una ofensa criminal, ser homosexual. Los oficiales no tenían ni idea de que en realidad estaban incriminando al pionero de la informática actual.
Liderando a un heterogéneo grupo de académicos, lingüistas, campeones de ajedrez y oficiales de inteligencia, se le conoce por haber descifrado el código de la inquebrantable máquina Enigma de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, suponiendo un retrato intenso e inolvidable de un hombre brillante y complicado que, bajo la lentilla del noruego Morten Tydlum, supone un filme convencional acerca del tipo menos convencional de su tiempo.
Chris Kyle, integrante destacado del grupo de operaciones especiales de la Marina de Estados Unidos, es enviado a Irak con una sola misión: proteger a sus compañeros de la desértica guadaña.
Su precisión milimétrica salva incontables vidas en el campo de guerra y, a medida que se extienden sus valientes hazañas, se gana el apodo de “Leyenda”, sin embargo, su reputación también crece detrás de las líneas enemigas, quienes ponen precio a su cabeza y lo convierte en objetivo prioritario de los insurgentes.
Pero Kyle no sólo está batiéndose a duelo con las fuerzas yihadistas… también enfrenta la batalla de su vida “en casa”, donde se ocupa hasta el cansancio de erigirse como buen marido y todavía un mejor padre desde el otro lado del mundo, lo que busca enunciarse como una enramado de dificultades propias de un parteaguas en la larguísima carrera de Clint Eastwood como director, “quien, hasta El Francotirador, habría bordeado con gracia la identidad americana sin fabricar mártires”.
Filmada durante breves períodos desde 2002 hasta 2013, Boyhood conforma una innovadora experiencia cinematográfica que abarca 12 años en la vida de una familia, traduciéndose en un emotivo testimonio sobre el paso del tiempo, la evolución que sufren las relaciones entre padres e hijos, el envejecimiento y el reto que significa mantener unido a un elenco por tantos tiempo.
Los resultados son totalmente impredecibles, ya que cada momento lleva a otro, uniéndose en la profunda experiencia personal que nos forma mientras crecemos y nos acoplamos a la siempre cambiante naturaleza de nuestra vida, considerada (al menos por el director Richard Linklater), la aventura más grande jamás contada.
Por espacio de 165 minutos, intimaremos como nunca antes con Mason, un niño a quién veremos crecer y atravesar la de por sí no tan sencilla pubertad, la elección de una carrera y su paso por los terrenos del corazón, suponiendo igualmente un respiro de las tramas de Hollywood que suelen ignorar las realidades cotidianas (esas que no son tan planas como creemos y avanzan aún más rápido que un comercial de medianoche).
El punto de partida nos es conocido y ya ha sido abordado más de 300 veces por medio de la industria cinéfila hollydoodense: en la Tierra tenemos un problema y necesitamos un resquicio de esperanza más allá de la estratósfera para resolverlo.
Ambientada en un futuro distópico, giros argumentales ambiciosos y una narrativa a la Staley Kubrick, Interstellar se centra en como las inclemencias naturales y la mano del hombre han provocado que el maíz sea el único alimento cultivable, sin embargo, el reciente hallazgo de un agujero de gusano permitirá colonizar nuevos planetas.
Bajo tal premisa y en juego visual digno de una odisea galáctica, un grupo de exploradores se acopia a superar las limitaciones de los viajes espaciales y, triunfando sobre las grandes distancias que les involucra una marcha interestelar, “no volverán a pensar como individuos, sino como especie”.
En un mundo donde la ciencia es la estrella y los logros intelectuales del físico Stephen Hawking son máximas cósmicas, pareciera que no existiera ecuación en contra de la “supermente” que nos ha obsequiado teoremas espaciotemporales, predicciones teóricas en agujeros negros y emblemas atómicos universales… excepto la esclerosis múltiple.
Stephen conoce a la estudiante de artes Jane Wilde en una fiesta de la Universidad de Cambridge. Ambos se enamoran y se casan en un estilo absolutamente convencional, a pesar de que en pleno idilio todo cambia cuando el científico sufre las primeras consecuencias de una enfermedad neurológica que termina por confinarlo a una silla de ruedas.
Esta historia, basada en un libro de la propia Jane, rememora los tiempos juveniles de la pareja, concentrando un melodrama amoroso en torno al semidios del ala académica y a un acertijo sobre el origen del universo a manera de metáfora sobre la fugacidad de las relaciones humanas.
Amor y desamor. La fórmula perfecta.
Considerado el drama más denso de los últimos tiempos al basarse en hecho reales, Foxcatcher arranca cuando el multimillonario John du Pont invita a los hermanos y campeones medallistas de la lucha grecorromana, Mark y Dave Schultz, para que se muden a su granja, ello con el objetivo de entrenar de cara a los Juegos Olímpicos de Seúl de 1988.
A partir de ese encuentro se desprenden una serie de relaciones enfermizas de amor, odio, deseo y envidias entre la tercia de campeones, desatando una ebullición de testosterona que, ultimadamente, desembocará en uno de los crímenes deportivos más desgarradores en la historia de Norteamérica.
El resultado es un intrincado laberinto emocional por donde no sólo transitan los personajes de esta historia, sino también los espectadores, quienes al borde una trama esquizofrénica, saborearán escasos encuentros sobre el ring para dar un salto hacia la pesadilla de cualquier entrenador: el delirio de grandeza.
Inquietante, poderosa y enérgica, Whiplash narra las desventuras del joven estudiante de batería, Andrew Neyman, quien en su paso por el conservatorio más elitista de Estados Unidos encuentra la musa de la discordia en el profesor Fletcher, un jazzista dotado con la capacidad de “llevar al límite a sus alumnos para sacar lo mejor de ellos”.
Considerado “el geniecillo de la obsesión”, el catedrático se muestra primero amable y comprensivo, sólo para humillar a la primer oportunidad a su joven pupilo con deshonra y sadismo, conduciendo a un enfrentamiento natural enmarcado por el abuso de poder en el cual se regodean ambos personajes.
Nada como la noviecita ignorada, el preocupado padre soltero, las nulas relaciones con otros estudiantes o la forma de ensayar hasta tener las manos ensangrentadas de Andrew para complementar la agonía y subrayar el obsesivo egoísmo de un chico que quiere ser reconocido como el mejor baterista de todos los tiempos.
Londres, siglo XIX. La campiña inglesa, los salones de la aristocracia, los burdeles victorianos y la academia de arte, todos ellos parajes reunidos en esta producción británico-franco-alemana para traer de nuevo a la vida al excéntrico pintor y maestro del paisajismo, Joseph Mallord William Turner.
Ambientada en el preciso momento en que el Sr. Turner ya es viejo, famoso, y su trabajo es reconocido tanto por la academia como por el público, el filme da cuenta de los últimos años del también denominado “artista de la luz”: cuando reniega de sus hijas, pierde a su padre y se va a refugiar en un pueblo de la costa con un nombre falso.
Durante ese periodo de matices magros, Turner se sumerge en una doble vida y redime su obra hacia un nuevo estilo que se anticipa al “arte moderno”, ello cuando, en plena exhibición, decide manchar sus propios retratos provocando un escándalo impresionista que llega hasta oídos de la propia Reina Victoria.