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Insensato regocijo
El terremoto y el miedo que vivimos en casa
A cualquiera que lo haya vivido le da miedo un terremoto.
Un poco antes de las 9 de la noche del martes pasado, los tres que vivimos en casa demostramos nuestros miedos a esa energía incontrolable que hace que se quiebre lo aparentemente fuerte y construido para resistir.
Akela, mi hermosa mascota, corría hacia donde íbamos nosotros, sin encontrar explicación a lo que ocurría alrededor: el ruido que provoca el caos inesperado.
Una lluvia de tejas de barro se resbalan de los techos de la casa. Vidrios rotos, macetas quebradas, copas de cristal hechas añicos, pedazos de cemento que se levantan como costras pesadas de las paredes, plantas con las raíces de fuera, muebles pesados movidos en tan solo 30 segundos como sólo lo podrían hacer dos brazos de un gigante. Después del fenómeno, un desorden tan grande como el miedo que provoca un fuerte temblor de tierra.
Los costeños sabemos muy bien qué son los temblores y hasta los terremotos, y el de la voz mas: viví el del 85 en Ciudad de México, el de Huazolotitlán, Oaxaca, hace tres años y el que vivimos en este septiembre en Acapulco. Los tres, en el mero centro donde retiembla la tierra. Los tres, de miedo.
Los terremotos me siguen o yo los sigo. No se bien cuál es mi relación con ellos. Nada anormal, nada especial.
Diría que a los costeños nos gusta jugar con lo que representa este fenómeno, aunque nos aterren.
Por ejemplo, a uno de nuestros mejores grupos musicales de la región, La Luz Roja de San Marcos, sus publicistas lo venden como “El Terremoto de la Costa Chica”. ¿Será? Lo que sí sé, es que la metáfora ilustra muy bien lo que hace la música de esta banda entre la gente de la Sierra del Sur cuando interpreta sus vallenatos: una energía incontrolable, un temblor de piernas y caderas que hace que la misma tierra tiemble.