Hoja verde
Corrido a la muerte de Chalo Vázquez
Enlutada la mujer que vende enchiladas, con la mano izquierda sobre la boca como un tapón suavizó su voz, soltó la verdad que la ahogaba. El silencio en el pueblo, nunca como antes, visiblemente, la atormentaba.
Hacía horas que yo había llegado al lugar. Antes había saludado a los hombres que descansan sentados sobre el pretil de una casa vieja que se encuentra en el corazón de Huazolo… Huazolotitlán, Oaxaca.
Fuman cigarrillos baratos de caja, todas las tarde hasta que entra la noche, descansan. A falta de Historia cuentan sus historias que harán la Historia en un pueblo donde no llegan los periódicos, ni los llamados periodistas escriben sobre lo que allí ocurre.
Lo más parecido a un medio de comunicación son las bocinas Radson que anuncian todo, desde la imprevista muerte de alguno de los habitantes del pueblo, la pérdida de un celular y su “buena recompensa” a quien lo encuentre, hasta una larga y previsible carta de antojitos que se ofrecen en el domicilio de las vendedoras de siempre y que pomposamente se canta en el sonido, en la lengua de Castilla y en mixteco, que “en casa de la señora tal se venden unas deliciosos tamales de tichinda en hoja de totomoxtle…”.
Así es Huazolo, donde las bocinas han formado la cultura musical, en el ruido más agudo e intenso a más de cuatro generaciones.
Muchos años antes de la llegada de la luz eléctrica, ya había trompetas al aire o sobre los techos de tejas de las casas que cantaban música grabada en acetatos de 33 rpm (revoluciones por minuto) las que funcionaban con motores de gasolina que generaban débiles impulsos eléctricos suficientes para sacar de la monotonía a los habitantes de este pequeño mundo que se desviven año con año, ver llegar a mayo, para escuchar el canto de los cenzontles que anuncian las lluvias.
Bueno, ese día, como las tres jornadas pasadas, las bocinas guardaban un extraño ruido silencioso. Una ausencia de cotidianidad que les había comido la lengua a todos.
Ese ambiente triste que se respira en el aire y se huele a distancia como la muerte hasta provocar escalofríos inició la mañana del Día del niño.
Sí, el lunes 30 de abril, a las 10, dos horas antes de que las campañas de la iglesia llamaran a misa matinal, cuando un matón a sueldo le hizo tres disparos por la espalda al alcalde constitucional del pueblo (equivalente a síndico en otras partes), el señor Gonzalo Vázquez Jiménez, El Chalo, como se le conocía a este hombre de bien y guardián de las tradiciones del pueblo ñuu savi.
Dicen los que vieron, que a los desconocidos que preguntan les responden que “ellos no vieron nada”, a los de casa, “nomás no vayas a decir que yo te dije”, que los tiros sonaron como cohetillos de China y al volver la vista hacia el lugar del ruido vieron humo sobre la espalda de un hombre que con la muerte a cuestas, camino aún unos 10 metros rumbo a la casa del presidente municipal, hasta que se derrumbó.
Y ahí estuvo agonizando, sin ayuda médica, de nadie más que la de algunas vecinas que le acompañaron en los últimos momentos de vida de este hombre bueno que deja mujer e hijos frente al infortunio. Una hora tirado con su muerte bajo el sol.
Los hombres del pueblo no quieren hablar sobre lo que saben y comentan en voz baja. Ante extraños guardan silencio. Nadie quiere poner el dedo aunque las manos invisibles señalan al culpable, al autor intelectual de esta falta contra Dios y contra un hombre.
El culpable tiene nombre, tiene rostro, que el miedo pretende desvanecer para no olvidar.
La señora enlutada, rompiendo el silencio, con puro sentido común ofrece una línea de investigación que el Ministerio Público no investiga, sólo hace papeles, pone precio al muerto, escarba para esconder la verdad.
–¡Es la maldición del dinero… de la ambición, el poder y la pudrición!
Se persignó. Empujada por el viento que soplaba suave se fue, se perdió entre los escombros de las casas de adobe derrumbadas por el temblor de febrero.