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Un ladrón de libros acapulqueño
Cuando era más joven, viajé en sucios autobuses de la Flecha Roja que iban y venían a Ciudad de México y Acapulco.
Eran tiempos de estudiante y se comía por la prisa, la risa, falta de dinero, tacos de arroz con huevos hervidos que vendían, a través de las ventanillas del camión, señoras y niños morenos que toreaban el hambre en la terminal de Cuauhtémoc.
En ese tiempo, que lo misma daba dormir en la playa o en la cama, conocí a un acapulqueño contemporáneo que gustaba del buen cine, la música, los buenos libros y conversaciones largas salpicadas de erudición e ironía.
Estudiaba sin estudiar, una cosa a la que nunca se dedicó en su vida, Ecología Marina, en una escuela por Caleta que parecía todo menos eso. Su forma de sobrevivir era vendiendo libros. Sí, libros, literatura de autores conocidos que se podían conseguir en aquellos años en el Acapulco de pocas librerías.
La venta de libros o discos por estudiantes no me era ajena, en la UNAM conocí a un joven de Tijuana, hoy conocida personalidad de la cultura en esa frontera, que vendía Lps, discos de larga duración de vinilo. Gracias a él me hice de una buena cantidad de discos, su especialidad era el rock, que aún guardo en un gran armario sin encontrarle mayor utilidad que presumirlos como unos objetos anacrónicos llamados discos.
Volviendo al mejor vendedor acapulqueño de libros del mundo, muy pronto un círculo amplio de amigos de pocos recursos económicos, que escapaban a la norma juvenil imperante de la disco y el reventón, afectos a la lectura, activistas de izquierda, se hicieron sus clientes.
Alex, compañero comunicador, lector contumaz, lo hizo su mejor dealer. Al rato su biblioteca tenía todas los ejemplares más vendidos por Tusquets, Anagrama, que adquiría a bajo precio.
Un día, Alex pidió al vendedor la biografía del cacique priísta tamaulipeco Gastón N. Santos, El Alazán Tostado, un mamotreto de un kilo de peso. El libro en cuestión adquirido por Alex en 100 pesos estaba pegado finamente con cinta adhesiva transparente.
Pregunté al buen Alex por qué el libro estaba como cortado a la mitad y bien pegado con cintas de plástico que cualquiera podía descubrir.
Es que los libros que vende nuestro amigo “los saca de los centros comerciales como una acción revolucionaria contra la burguesía capitalista”, dijo, y este ejemplar, como es muy grueso, lo sacó en dos partes en una cuidadosa operación.
En el mismo día y en dos momentos sustrajo el libro completo. Primero lo cortó con un cúter exactamente a la mitad y guardó una de las partes en la zona genital, bajo su pantalón de mezclilla que cubría su voluminoso cuerpo. Dos horas más tarde, regresó por la otra mitad que había ocultado hasta el fondo de la estantería.
Después hizo la reconstrucción y la entrega a bajo precio de un libro que llegaba a los 500 pesos en la tienda que vende de todo, hasta enchiladas suizas.
Un día me ofreció un ejemplar del mismo título, impecable, envuelto en su plástico y con etiqueta.
— ¿Cuánto?, le dije.
— 200 varos.
— ¿Y por qué tan caro?
— Está impecable. Nuevo, aseguró. La técnica va mejorando, remató.
Si el cine italiano nos entregó un Ladrón de Bicicletas, la cultura acapulqueña, prolífica en cosas mal habidas, puede presumir de haber tenido un ladrón de libros, sí de libros, en tiendas donde venden libretas, juegos geométricos, crayones, a la par de calzones y enchiladas, que se dicen librerías.