En el juego
Kilómetros de vida
En los últimos cinco meses me ha dado por ejercitarme por prescripción médica, pero también retomando una juvenil costumbre: el deporte racionado.
Nunca me he considerado un deportista como es mi Alma, la compañera, valga la redundancia, que me acompaña en las buenas y en las malas, más en las segundas.
Ella es una deportista, la presumo yo, de alto rendimiento. Trota como 10 kilómetros sobre la arena en la playa con un gusto como si devorara una ensalada de frutas, un sabor que yo nunca le he encontrado al deporte; lo hago por obligación (¡la neta, me da mucha hueva!). Hace ciclismo, hace natación en el mar, hace yoga y, claro, es dueña de su tiempo libre y yo su marca patrocinadora.
Con sus acciones creó entre los miembros de la familia un relativo gusto por la ejercitación, sobre todo en Ariadne; en Almita, que su madre siempre dice que se parece mucho a mí, un poco menos. A lo que voy: reitero, hago ejercicio por obligación y prescripción médica.
Un diciembre le regalé una bicicleta de montaña hecha de policarbonato, marca alemana, esa que tiene tres letras azules, una B, una M y una W.
Pensando siempre en el ahorro, mi Alma, al principio la rechazó porque ella tenía una de aluminio que le regaló uno de los mejores fotógrafos que he conocido aquí en Acapulco, y vaya que tengo amigos fotógrafos de lujo a los que cuento con los dedos de las dos manos; me refiero al extraordinario, y más internacional que la Sonora Santanera, el querido Pedro Pardo.
Finalmente aceptó el regalo y comenzamos a usar las bicicletas, hasta que me autorizó, con su voz mandona, que a veces me repatea el culo.
—¿Por qué no te compras una nueva para ti? Su propuesta fue mandato e inmediatamente fui a Bicicletas Acapulco (Acabike), en donde me encontré al siempre sonriente Raúl Infante, el propietario del negocio y promotor incansable de este deporte en el puerto donde destruyeron los carrizos.
De acuerdo al sapo fue la bicicleta, dijo sin decir, y recomendó Raúl algo hecho a la medida de un principiante.
Así que comenzamos a rodar con nuestras bicis. Cada día me gusta más montarme en la bicicleta, ver el camino, la carretera, los animales en sus encierros, las aves volar, el mar, la laguna, y sobre todo, un ensimismamiento que no había encontrado ni en la meditación del hatha yoga que me derriba cualquier principio de ansiedad. Uno de mis males recién adquiridos y a quien siento he derrotado.
Todos los sábados, centenas de ciclistas montan en este instrumento llamado bicicleta, que no sé por qué relaciono con los dibujos de Leonardo Da Vinci y los pintores surrealistas de la posguerra, y se dirigen desde playa Bonfil, hasta la “eye” como le dice mi primo Juany Molina Narvaez a la i griega.
Los más arriesgados, más profesionales, van hasta San Marcos y regresan al puerto. Yo sólo he logrado llegar hasta el puente del río Papagayo, la obra millonaria y de relumbrón que hizo el catrincito de Enrique Peña Nieto ¡Quién sabe cuánto dinero se chingó ahí! Pero en las próximas semanas llegaré a Las Orquetas y cuando tenga una bicicleta de pista hasta el solitario Huazolo.
Así que no soy un ciclista, menos un deportista consumado. Hago deporte intentando prolongar la vida.
Cada sesión de fin de semana en bicicleta, con tramos y distancias más prolongadas, me dejan aparentemente desconchinflado, como las letras de una canción de Calamaro, la que en el fondo siempre guarda una fina belleza musical y un profundo contenido que sólo da el gusto por la vida.
Y recuerden: el Covid 19, como la derecha en este país… ¡No pasará!