Médula
Don Mario Bustos
Murió Mario Bustos, queda su leyenda. Desde que lo conocí siempre me dirigí a él como Don Mario. Siendo el gerente y director del llamado “periódico más importante de Acapulco” y también en tiempos de vacas flacas no le regateé el vocablo de cortesía y distinción que me enseñaron mis padres.
Una noche de verano del año pasado sonó mi móvil con un número desconocido y al preguntar el nombre de mi interlocutor, una voz seca me respondió:
—Soy Mario Bustos. Ven a mi casa. Estoy enfermo.
Al día siguiente, me dirigí por el rumbo de Caleta. Poco antes del Club de Yates, ya me esperaba su chofer. Me pidió mi vehículo, lo acomodó en el estacionamiento, para después acompañarme al elevador que abría exactamente en la puerta del iluminado condominio, propiedad del afamado editor.
Toñita, hermosa toda la vida, me recibió con un saludo afectuoso y me acompañó hasta donde reposaba el enfermo sin enfermedad visible.
Un bulto que reposa en una cama de hospital con vista al mar y a una parte de la zona hotelera y caseríos de Acapulco. Mira hacia el fondo azul, teniendo en primer plano una panorámica como para portada de la súper fifí revista Yates. Mira las elegantes embarcaciones que se balancean, altivas, como el dinero de sus propietarios en la Bolsa de Valores.
Nos saludamos y me senté en un banquito de madera a su lado. Le agarré la mano, la apreté suavemente, y familiarmente me platicó el capituló de su actual tragedia que lo tenía amarrado a esa cama inclinada.
Un accidente en el baño lo redujo literalmente a un bulto. Me platicó mucho más de su vida, la que comenzó en el sureste, continuó en los barrios bravos de Ciudad de México, pasó por el béisbol, la contaduría, la administración de bienes, hasta encontrar la piedra filosofal del periodismo.
Una vez más le insistí en tener otras sesiones de conversación para que me siguiera reseñando, como magistral narrador que era, sus historias de vida.
A mí me interesaban los capítulos que narran su cercanía con el poder, con los hombres de la lana, su cercanía con el PRI, sus gobernantes con los que al alimón gobernó Acapulco y Guerrero a través del periódico, sin sana distancia, hizo negocios, muchos negocios y mucho dinero.
Me atreví a decirle que su vida se parecía, con su respectivo espacio, a Galio, el mítico personaje que da nombre a una novela de Héctor Aguilar Camín. Sí, Don Mario fue como el periodista de La guerra de Galio. Nuestro Galio del rumbo, que no escribía pero sí leía, y que conocía al hilo los bajos fondos del poder.
Me dio su amistad en la última etapa de su vida, desde que fui efímero director de Comunicación Social del gobierno de Rogelio Ortega. La amistad trascendió ese breve espacio hasta casi el final de su vida.
Nos hicimos amigos a pesar de que él personalmente, cuando yo era un joven e indocumentado reportero, me corrió de su periódico después de tres meses de trabajo, en la pionera sección de Cultura.
Resulta que después de publicar ácidos comentarios sobre los cines y las películas que se proyectaban en el Playa Hornos, la familia Del Valle, propietaria de las salas, retiró la publicidad de sus negocios al Novedades.
Don Mario me llamó a la Dirección, y directo, me dijo:
—Con el dinero de la publicidad te pagamos tu salario. Así que, aquí está tu renuncia. Fírmala.
Sin liquidación acepté y me marché al periódico vecino. Pero feliz, del impacto de mis comentarios en una columna que cree ex profeso a mi llegada a Novedades Acapulco, y que titulé Envidia y hastío, para burlarme de la propia sección de pomposo nombre donde se publicaba: Vida y Estilo. ¡Válgame Dios! Era una sección anodina, ridícula, cursi, un testimonio de la frivolidad de la oligarquía cevichera y de sus cronistas, los reporteros de sociales de aquellos tiempos. Allí están sus nombres.
Salí feliz como lombriz del periódico Novedades. Sólo atravesé la calle y el lunes siguiente el director de El Sol de Acapulco, Ricardo Del Valle me ofreció encargarme de una sección cultural en ese periódico de la OEM.
Dos décadas después inicié amistad con Don Mario, que desde ahí me pidió que lo tuteara. Nunca lo hice porque veía en él a una persona mayor. En su oficina comimos, tomamos vino, whisky, y sobre todo, lo escuché. Era un hombre que siempre habló mucho, por eso lo escuchaba.
No sé qué haya aportado al periodismo acapulqueño. Lo que sí sé, es que es uno de los personajes en el periodismo de Acapulco, sobre los que hay mucho que escribir. Sobra mucha tinta. Que en paz descanse, mi amigo, Don Mario Bustos.