Teléfono rojo
Como inamovible consigna, se dice que el fin de los populistas se resuelve entre la desgracia y el drama y, con frecuencia, en ambos. En una historia todavía inconclusa, están los casos actuales de Donald Trump y Boris Johnson, en EU e Inglaterra, respectivamente. Las revelaciones sobre la conducta del americano el día de los incidentes en el Capitolio, proporcionadas por una joven asesora de la Casa Blanca son comprometedoras al extremo de pensar que su destino fatal será la cárcel, no el regreso a la presidencia.
Mientras, Johnson tuvo que anunciar su renuncia irrevocable a primer ministro. La rebelión de sus propios correligionarios y miembros de su gobierno volvieron insostenible su liderazgo. Abusos, errores y mentiras lo hundieron. En su momento no sólo fue muy popular, sino que pudo ampliar considerablemente la mayoría de su partido en el parlamento. A él más que nadie se debe que Inglaterra resolviera abandonar la Unión Europea, decisión que a la luz de las consecuencias lo menos que se puede decir es que fue desastrosa.
En perspectiva y por sus insuficiencias personales, resulta increíble que gobernaran. Ganaron el poder por la vía del voto y los resultados de sus gobiernos lejos están de ejemplares. Su arribo al poder se explica por el desprestigio de la política convencional. Supieron cultivar el sentimiento de abandono que mucha gente sentía, especialmente la globalización. Como suele suceder en los populismos de los países desarrollados, su sustento fueron el nacionalismo frente a la amenaza del extranjero, es decir, la inmigración ilegal que los despojaba de oportunidades, y un orden supranacional que, en su perspectiva, conspiraba contra el interés nacional.
América Latina ha dado un giro hacia la izquierda, no necesariamente al populismo. De hecho, Jair Bolsonaro en Brasil expresa un populismo de derecha. Gabriel Boric en Chile construye una alternativa visonaria de izquierda con una perspectiva incluyente, muy distante a lo que sucede en México. Venezuela, Cuba y Nicaragua no son populistas, son dictaduras que gobiernan a contrapelo de la voluntad popular. Alberto Fernández en Argentina, López Obrador y Pedro Castillo en Perú, son genuinamente populistas, aunque con diferencias; el último ni por mucho cuenta con el control y la popularidad del mexicano. Gustavo Petro en Colombia, está por verse cómo gobierna.
No todos los gobiernos populistas son totalmente desastrosos. Incluso México, que sufre un severo retroceso en muchos planos del desempeño del gobierno, la disciplina fiscal y el draconiano programa de reducción del gasto, ha logrado transitar sin inestabilidad en las variables macroeconómicas. La pandemia o la crisis global actual no han provocado un cambio en la perspectiva del presidente sobre le manejo de la economía.
Los populismos a la larga derivan en fracaso por los malos resultados en el gobierno y por el abuso. En las democracias consolidadas, como Estados Unidos o Inglaterra, el peso de los medios, el activismo ciudadano y la pluralidad regional y partidista, además del poder del voto han contenido las experiencias populistas. No así en las democracias frágiles o con déficit de ciudadanía, como la mexicana, donde la debacle es inevitable, pero en un proceso mucho más prolongado por la capacidad de los populistas de dominar el espacio público con todos los recursos al alcance.
Una de las mayores preocupaciones en México es el activismo electoral de López Obrador y más su postura de darse un resultado electoral adverso para 2024. Él nunca ha aceptado un resultado no favorable, y nada bueno puede espararse si la diferencia fuera muy estrecha.
Como resultado de este desborde presidencial de las reglas del juego democráticas, muchos estiman que la embestida mediática y judicial contra el líder del PRI, Alejandro Moreno y contra el expresidente Peña Nieto, no atienden al propósito de justicia o de combatir la corrupción, sino de alterar las variables que pudieran comprometer el éxito electoral de su proyecto.