
Claudia Sheinbaum: la ruta cardenista del siglo XXI
La vida de los pueblos indígenas en México sigue marcada por la desigualdad estructural, la pobreza y la exclusión social, incluso después de la reforma constitucional de 2024 que, en teoría, marcó un hito histórico.
Dicha reforma reconoció a los pueblos indígenas como sujetos de derecho público, con personalidad jurídica y patrimonio propio, además de otorgarles autonomía para decidir sobre sus formas de organización.
Sin embargo, como ocurre tantas veces en la política mexicana, el avance jurídico no se ha traducido en cambios sustantivos en la vida cotidiana.
En la práctica, ser indígena y pobre en México equivale a cargar con una doble condena: la marginación por la condición económica y la discriminación por la identidad cultural.
La implementación efectiva de estos nuevos derechos enfrenta obstáculos profundos: burocracia, falta de voluntad política, intereses económicos externos y un racismo estructural que persiste bajo la superficie del discurso oficial.
Las cifras y la realidad son claras: la pobreza es más grave entre la población indígena que en el resto del país. La marginación, el limitado acceso a servicios básicos, la desnutrición y la ausencia de infraestructura adecuada continúan siendo la norma.
A pesar del reconocimiento legal de sus territorios, muchas comunidades siguen viendo cómo empresas mineras, forestales o de megaproyectos extractivos explotan sus recursos sin consulta previa y sin una distribución justa de los beneficios.
El acceso a la justicia sigue siendo mínimo: las barreras lingüísticas, la falta de traductores y la distancia cultural con el sistema judicial impiden que estos derechos se ejerzan plenamente.
En la Región Pacífico Sur la brecha se profundiza. Esta es la zona con mayor población indígena del país… y también la más pobre.
Chiapas es hogar de 14 pueblos originarios, incluidos tzeltales, tzotziles, choles, tojolabales, zoques y lacandones.
El 26 por ciento de su población se identifica como indígena, pero en muchas comunidades la pobreza es endémica. Algunos pueblos, como los lacandones, se encuentran en riesgo de desaparecer: apenas sobreviven 884 miembros en la región Selva.
La marginación y la falta de acceso a servicios básicos son una constante.
En Guerrero, la situación es compleja: discriminación, violencia, pobreza y exclusión política definen la experiencia de pueblos como los nahuas, mixtecos (ñuu savi), tlapanecos (me’phaa) y amuzgos. Seis municipios concentran más de la mitad de la población monolingüe indígena, y muchos de ellos han sido escenarios de luchas históricas contra empresas mineras y megaproyectos.
La resistencia existe, pero la asimetría de poder y la violencia dificultan la defensa de sus territorios.
En Michoacán, pese a los avances legislativos, los pueblos purépechas, nahuas, mazahuas y otomíes enfrentan marginación, falta de recursos y escasa participación política efectiva.
La lengua purépecha es predominante, pero su preservación y el control de los recursos naturales siguen siendo batallas en curso.
Finalmente, Oaxaca concentra la mayor diversidad y población indígena del país: el 65.7 por ciento de su población se autoidentifica como indígena, con más de 16 pueblos originarios y una riqueza lingüística que incluye zapoteco, mixteco, mixe, chinanteco y mazateco.
Sin embargo, la riqueza cultural contrasta con la persistencia de altos índices de pobreza, marginación y falta de acceso a la justicia.
La reforma constitucional de 2024 fue un paso importante en el terreno legal, pero sin políticas públicas efectivas, recursos suficientes, participación comunitaria real y un combate frontal al racismo, se quedará como otro documento más en el archivo de las promesas incumplidas.
Reconocer derechos en el papel es un acto político; garantizar que se ejerzan plenamente es un acto de justicia.
Si La tierra es la madre de todas las personas y todas las personas deberían tener iguales derechos sobre ella, diría la abuela.
Fuentes.
INEGI
Servicio Internacional para la Paz.