
Teléfono rojo
Elecciones: la mona en seda
El sistema democrático está en permanente cuestionamiento. Podría considerarse que es el mejor sistema de gobierno con avances significativos en las últimas décadas hubo. Sin embargo, la sensación general es que estamos estancados.
Creemos en la democracia, pero desconfiamos de los políticos. Apreciamos las urnas, pero nos desilusionamos rápidamente con los servidores públicos electos, gracias a nuestros votos. Son, sin duda, tiempos de contradicciones.
Desde el colapso simbólico del 68, el país ha atravesado por nueve crisis y ninguna ha servido para reconstruir un nuevo consenso pos-posrevolucionario. Hoy tenemos más democracia, pero menos sociedad democrática.
Las elecciones de este año van a afectar al 93.7 por ciento de la república, pero para seguir resanando al viejo aparato priísta de poder. Hoy no existe siquiera un plan alternativo de vuelo.
Y ante el desafío de debatir el final del viejo sistema del PRI aún vigente y aprovechar los relevos electorales para una transición general, todo el debate se ha centrado en la candidatura del morenista Félix Salgado Macedonio y las acusaciones feministas en su contra.
Los líderes buscan consolidar sus parcelas de poder, la sociedad reconoce en los hechos que no existe una ciudadanía real y los medios cayeron en la trampa de la confrontación y no del análisis o del debate y Los partidos se han achicado a su mínima expresión y su utilidad práctica es sólo como agencia de colocaciones.
Las grandes crisis de 1968 a la fecha se resolvieron a favor del viejo sistema fundado por el PRI en 1917. El sistema priísta entró en una lógica con la cualidad de un sistema capaz de reproducirse, mantenerse y para modificarse a sí mismo, sin ninguna intervención social o partidista. La crisis fueron oportunidades perdidas.
El país que salga de las elecciones del próximo 6 de junio será el mismo que había el 5, el mismo que salió de las elecciones del 2018, el mismo que votó por el PRI en el 2012, el mismo que llevó a Fox a Los Pinos, el mismo que le quitó la mayoría absoluta al PRI en 1997, el mismo que estalló en euforia con el alzamiento zapatista del subcomandante Marcos como líder simpático de la protesta nacional, el mismo que soñó con el cambio en 1988 y el mismo que desaprovechó la gran crisis de 1968.
Hay dos condiciones que decidirán el futuro de la democracia en México este año y ambas se relacionan con la intención de reducir la oposición al gobierno del presidente, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). La primera tiene que ver con la posibilidad de que el presidente tome el control del árbitro electoral, y la segunda con la autorización de registro a nuevos partidos políticos.
En el primer caso, se trata de la renovación en abril de cuatro lugares al consejo general del Instituto Nacional Electoral (INE), el organismo autónomo creado hace 30 años con un perfil pretendidamente ciudadano, para superar la simulación que significaba que el poder Ejecutivo estuviera a cargo de la organización, los resultados y la calificación de las elecciones.
Las libertades civiles, que constituyen la piedra angular de los valores democráticos, continúan siendo erosionadas a nivel global.
Son demasiados los intereses contra los que se tiene que enfrentar un proyecto de cambio. Estamos entrando a una crisis aun peor, la de las expectativas frustradas.
En este escenario, las elecciones de 2021 serán irrelevantes; masivas, pero sin efectos reorganizadores. Cambiarán funcionarios y se reacomodarán partidos políticos, pero con sus viejas prácticas políticas de la larga era priísta.
Las elecciones ocurrirán en medio de cuatro crisis adicionales cuya solución requiere de cirugías mayores: la crisis de salud con una vacuna que no llega, la crisis económica con un PIB de 2 por ciento promedio anual para los próximos diez años, la crisis política con la reconstrucción del sistema presidencialista priísta y su correlativo Estado centralizador y la crisis social de una sociedad pasiva a la espera del regreso del viejo populismo priísta.
Con eso, el proyecto político de López Obrador se consolidaría en una fuerza cuasi hegemónica, con seis partidos en alianza fáctica: una reedición del viejo modelo antidemocrático, no por reelección, pero sí en el poder por un período indeterminado sin alternancia de partidos.
Quizá sea tiempo de cambiar de planes, ahora nosotros engañemos a los políticos, diría la abuela.