El agua, un derecho del pueblo
Imaginando cosas chingonas
Ni la eliminación de los rotantes de Osorio en el Mundial de Rusia me quitó el ánimo alegre y optimista provocado por la jornada electoral del domingo.
Por enésima ocasión, la maldita esperanza del quinto partido se esfumó. Dolió gacho, eso que ni qué. Sin embargo, ni tanto, porque como muchos paisanos, la reiterada costumbre perdedora ya me hizo un callo nivel coteño-pata-salada, pa’ pisar vidrio y seguir rete campante pues.
Ora me dolió el nefasto histrionismo del mañoso de Neymar, y su roñosa declaración al final del partido: los mexicanos hablaron de más y “para eso que se vayan a su casa”. Pinche güey, pensé enmuinadísimo, antes de farfullar ‘mejor llégale a donde le llegaría el Peje si perdía’.
Pero ni eso pudo con el buen ánimo que me dejó el desenlace electoral.
Claro, si México le ganaba a Brasil, la algarabía dominguera habría escalado a euforia. Y la euforia embriaga. Pero si pierde, lucubraba poco antes del juego, el golpe nos regresará la mesura.
¿La mesura?
Y cómo, si la mesura no es, y nunca ha sido, característica de los naturales en estos rumbos; al contrario, desmesura, pasión, y arrebato, son pan de cada día.
Y cómo, si en apenas tres meses de campaña, la mentira, el agravio, la violencia y la guerra sucia se volvieron cotidianos, y el odio como argumento principal en las redes (anti) sociales. Y en las calles, en los espacios públicos y privados, la misma historia. Odio, amenaza, odio, ofensa, odio, desprecio, odio, intolerancia, odio.
Pero de pronto, el día D, el final del convulso trimestre que enfrentó a los mexicanos, la sorpresa, lo impensable: serenidad, prudencia, sensatez, inteligencia, seriedad, madurez política.
¡La mesura! Esa no era nuestra realidad antes del primero de julio. No lo era, pero lo fue. Al menos la noche del domingo.
Aunque no cedió el patrimonio de la primicia, Televisa, anunció el resultado a las 8 de la noche con 10 minutos, los que había estipulado el INE: que la ventaja del puntero era irreversible.
El final estaba escrito. Y no hubo ni una sola voz que impugnara, o se resistiera al anuncio.
A las 8 con 20 minutos, José Antonio Meade, el ciudadano que representó al partido del presidente en turno, aceptó su derrota. Y por si fuese poco, reconoció la victoria del archi-enemigo. Acto seguido, René Juárez, el mero-mero del PRI, aceptó los números de la catástrofe.
Luego, a las 8 con 40, Ricardo Anaya apareció en pantalla con el mismo discurso, el mismo guion. Aceptó la derrota, agradeció el apoyo, y adelantó una oposición firme y responsable.
Poco después, el presidente Enrique Peña Nieto apareció en televisión y también respetó el guion. Aplaudió la participación ciudadana, y felicitó al opositor más duro y peligroso de su gobierno, al inminente presidente electo.
Por último, la cereza del pastel.
El ganador indiscutible de la jornada recorrió la ciudad, la que gobernó, en vivo y en directo. Con la sonrisa franca y el ánimo templado, saludó a la gente a su paso, rodeado de prensa y sin guardia visible.
En el hotel Hilton, su primer discurso: breve, concreto, y tranquilizador. No amenazó, no alzó la voz. Con los temas sensibles, fue sereno pero claro.
Dijo que la misión principal de su gobierno será erradicar la corrupción y la impunidad. Y advirtió a compañeros de lucha, funcionarios, amigos y familiares: “sea quien sea, será castigado. Porque un buen juez por la casa empieza”.
Más adelante, sorprendió a propios y extraños al reconocer “el comportamiento respetuoso” del presidente Enrique Peña Nieto en este proceso electoral. “Muy diferente al trato que nos dieron los pasados titulares del Poder Ejecutivo”.
Aunque son inherentes en la democracia, prometió libertad empresarial, de expresión, de asociación y de creencias, para desmentir pronósticos de autoritarismo y augurios venezolanos.
En ese sentido, dijo que en su gobierno “escucharemos a todos, atenderemos a todos, respetaremos a todos, pero daremos preferencia a los más humildes y olvidados; en especial, a los pueblos indígenas de México. Por el bien de todos, primero los pobres”.
Como sus contrapartes, respetó la esencia del guion de la jornada, sereno, sin el estilo cáustico de su campaña, de las campañas.
¿Será que de veras hicimos historia juntos?, pensé optimista y alegre al final de la jornada. No por el resultado, sino por el respeto inusualmente recíproco y la sorpresiva madurez política de los actores principales.
¿O será que hablamos de más, y ahora iremos de regreso a la realidad?, recordé la roñosa sentencia de Neymar cuando terminó el partido.
Pero creo que no, por el momento la realidad acá no es la que conocíamos. Fuimos sensatos, prudentes, templados, respetuosos. ¿Maduros? Difícil saberlo, sólo el tiempo lo dirá.
Pero si lo fueron los candidatos y sus partidos, el presidente en turno y el sucesor, los que nunca lo habían sido. ¿Y nosotros? Si pudimos serlo en el día y en el momento más importante, ¿por qué no podríamos todos, todos los días?
Aunque no sirvió para llegar al quinto partido, con buena suerte y mejor ánimo, la tan celebrada arenga de Chicharito nos podría funcionar para lograrlo: “¡imaginémonos cosas chingonas, carajo!”.