El presupuesto es un laberinto
Entre cínicos e idealistas
“¡Tan idealista! ¡Como siempre, en público!”, soltó socarrona una carnalita por WhatsApp, luego de escuchar mi comentario de la semana en ‘Ora qué cosa’, en el que sugería no distraerse en pleitos eternos, para no esperar que el nuevo gobierno se haga cargo de todo, incluyendo lo que nos toca.
Me tardé en contestar algo razonable y menos idealista de lo que esperaba de su ‘tan idealista’ carnalito, sin sonar despectivo ni personal: “te entiendo, estamos rodeados de fieles seguidores del cinismo”, maticé. “Pero ojalá te unieras al cinismo profundo y radical, esa línea del pensamiento que busca la felicidad con conductas sabias y ascetas, esa idea de autosuficiencia, libertad, y fuerza para superar contingencias de la vida.
“La bronca del cinismo es que lo aprendimos con la lógica contradictoria de quienes defienden o practican de forma descarada e impúdica lo que merece desaprobación.
“Entre amigos, en confianza, echo pestes, maldigo y defenestro como el más áspero de los ásperos, pero ‘en público’ como dices, no solo se trata de mi chamba, también mi postura personal. Además, qué caso tiene sumarse al cinismo estridente y feroz, si ya prolifera”, terminé muy orondo, seguro de haber sido contundente, pero respetuoso.
Ipso facto, mi carnalita dejó claro que mi perorata no convenció ni tantito, pues agregó: “heme aquí con ese cinismo que defines, el que siempre va a decir lo que piensa sin pedos, sin ceguera ni apasionamientos, por cosas que ni lo valen”. Por si quedaba alguna duda, remató la conversación con un desdeñoso: “me sigo uniendo a los cínicos”.
¿Qué discutíamos? Que si Andrés Manuel López Obrador merecía el beneficio de la duda sobre su prometida Cuarta Transformación. En sus propias palabras: “el Estado dejará de ser un comité al servicio de una minoría y representará a todos los mexicanos: a ricos y pobres”.
Sin duda, la promesa atrae y seduce, pero también suena idealista. Porque como mexicano, entiendo el cinismo de mi carnala, y hasta comparto su desconfianza en los políticos y la fatalidad de su ánimo.
Y cómo no, si a todos nos consta lo peligroso y contraproducente que resulta confiar en promesas electorales, o dejarse llevar por el optimismo por cambios de gobiernos. Nos consta que duelen más las expectativas frustradas, que el cinismo seguro del escepticismo, por fatalista que parezca.
La desconfianza de los mexicanos por los políticos no es nueva, hace ya tiempo que se volvió fenómeno. Pero, ¿desde cuándo la tendencia se volvió dominante? ¿Por qué tendemos a desconfiar de casi todos los personajes y asuntos públicos?
Es muy difícil establecer con exactitud la fecha y sus causas. Lo cierto es que aprendimos a desconfiar de los políticos, a dudar de promesas y compromisos de campaña. A fuerza de desencantos, terminamos confiando más en consejas populares como “piensa mal y acertarás”, y creyendo que el cinismo es más inteligente que visceral.
Vaya ironía, el propio López Obrador ayudó a cimentar la desconfianza ciudadana en septiembre de 2006, cuando mandó “al diablo” a las instituciones, mientras los legisladores del PRD trataban de impedir que Vicente Fox rindiera su último informe de gobierno.
Hasta ahora, la Cuarta Transformación es una promesa vaga, pero ambiciosa y por ello atractiva. El primer paso está dado, llega al poder en condiciones políticas inmejorables para transformar a México en un país más democrático e incluyente, menos desigual y con mayor crecimiento económico, sin socavar la estabilidad financiera.
Pero estoy convencido de que al final, el éxito o fracaso de la promesa dependerá de consolidar y crecer la confianza de quienes votaron por él, y quizá más, de que logre convencer a muchos que no lo hicieron, y debilitar al menos la resistencia de quienes difícilmente le concederán el beneficio de la duda.
Después de tantos desencantos y expectativas frustradas, la tarea luce complicada. Ariscos como somos, sólo volveremos a creer en la medida en que la política y los asuntos del gobierno se transparenten y sometan al ojo crítico de la opinión pública.
Al menos desde la percepción ciudadana, si López Obrador tropieza en los pasajes obscuros de su periplo sexenal, la línea entre la confianza y el descrédito se hará más fina y delgada.
Como el de la multa del INE a Morena, por “la operación irregular de fideicomiso para damnificados”. En un video, el virtual presidente electo declaró molesto que la sanción era “una vil venganza” y un “acto de mala fe” de los consejeros del organismo electoral”, se quejó con el estilo cáustico del otrora candidato.
Por su parte, el consejero electoral Marco Antonio Baños, respondió que la multa era “legal, y no una venganza”. En entrevista con Radio Fórmula, abundó que la investigación fue amplia y que la resolución consideró los datos del INE y la información que se recabó a través de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores.
No les falta razón… a ninguna de las partes: se intuyen motivos ocultos detrás de la sanción; pero también hay evidencias para sustentarla.
En el noticiero de Carmen Aristegui, Lorenzo Meyer se dijo sorprendido por la capacidad policíaca del INE. Sarcástico, arguyó: “quiere decir que esa capacidad la tenía para detectar todo lo demás, por ejemplo, la Estafa Maestra”.
En el mismo espacio, Denise Dresser observó dudas “que no han sido resueltas del todo”. Sarcástica, arguyó: “aplica la máxima de que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones”.
Al final, sostuvo que “esta será la primera gran prueba”, tanto para Morena y Andrés Manuel, como para el INE”. En ese sentido, sugirió a López Obrador que no lo vea como “una vil venganza”; y a sus contrincantes, “que tampoco digan que esto se debería llevar a la descalificación de la elección”.
Por todo y a pesar de todo lo anterior, aunque entiendo bien el cinismo de mi carnalita, prefiero unirme a la terquedad del idealista, creer que la fiesta democrática que llevó al poder pacíficamente a López Obrador, revivió la esperanza en que el cambio es posible, y que seremos capaces de cambiar, aunque los políticos y sus gobiernos no quieran, puedan, o sepan.