
Teléfono rojo
Niños jugando a ser ciudadanos
Vaya problema con la autoridad que tenemos los mexicanos. Por un montón de razones, desconfiamos de las decisiones y resistimos las acciones de la autoridad en todas sus figuras y niveles.
En parte, el conflicto se debe, por supuesto, a los malos gobiernos, los políticos corruptos e ineficientes y al grave deterioro ético de la clase política dominante. Como la burra arisca, los mexicanos no éramos desconfiados y rejegos, nos hicieron. Aunque, siendo estrictos, nuestro problema con la autoridad es más añejo y profundo, se volvió idiosincrático desde el mestizaje, mucho antes del PRI-Gobierno.
Hay algo en nuestra híbrida cultura, que ni Octavio Paz supo explicar con claridad, una extraña mezcla entre relajo, insolencia, transa y agandalle. Algo en nosotros que de todo se burla, que todo elude y desacata.
Pero como no soy Paz ni mucho menos, pa’ qué los distraigo tratando de descifrar lo indescifrable. No defino categorías ni las conozco, solo veo patrones que todos ven: “conozco a mi gente”, dicen los costeños que saben lo que dicen.
De nuevo, aunque de nuevo en parte, nuestros problemas con la autoridad también se deben al eterno conflicto de nuestra relación con el paternalismo político y familiar. Familiar, lo subrayo, porque el arquetipo machista no sólo refiere a figuras paternas ni masculinas, también a maternas y femeninas y, por ende, a nuestros valores familiares tradicionales.
De nuevo, no soy Paz… para acabar pronto, ni siquiera Carlos Cuauhtémoc Sánchez pues. Pero soy hijo y padre mexicano y tengo 58 años. O sea, fui educado como hijo a la antigüita y educo como padre que intenta ser moderno y democrático.
Porque fui niño y joven en el México de la hegemonía priísta, y porque el año en que Vicente Fox inauguró la alternancia presidencial cumplí 40; un adulto formado pues, pero con hartas ganas de cambio.
Por eso a muchos en mi generación se nos complicó el paso de la paternidad autoritaria, vertical, infalible e intocable, a la paternidad permisiva, flexible, tolerante y confusa. Pasamos, políticos y sociedad, de un extremo a otro, prácticamente sin puntos intermedios.
Quizá por eso, muchos mexicanos criados y educados durante el viejo régimen parecen incómodos con las reglas y convenciones democráticas. O quizá el atragantamiento sea realmente una reacción parecida a la de los nuevos ricos jipjoperos estadunidenses, esos que farolean por todos lados sus joyotas, sus carros carísimos e inmensas casotas. Dicen los que saben, que de esa forma los negros gringos compensan tantos años de racismo, discriminación, pobreza y marginación.
Algo parecido nos debe pasar a los atragantados mexicanos, que compensamos tantos años de silencio, sumisión, autoritarismo y precariedad de derechos de información y libertades de expresión, repudiando, criticando, desconfiando, desacreditando y descalificando a diestra y siniestra, todo lo que parezca, huela, suene, se mueva y vista como autoridad, gobierno o político partidista.
Porque vaya que nos gusta el mitote, hacer bronca de todo, sobre todo en contra de las decisiones de alguna autoridad. Lo malo es que el desacato y la maledicencia pasiva no son formas de resistencia o desobediencia civil, sino puro conflicto idiosincrático. A menudo parecemos niños jugando a ser ciudadanos.