El último aliento
La farsa de la corrupción política
Si son capaces de aguantar al menos una carcajada al terminar de leer el siguiente párrafo, tienen la cachaza suficiente para ingresar al exclusivo club de la política mexicana:
“Esta semana, los candidatos a la Presidencia, Andrés Manuel López Obrador de Morena, y José Antonio Meade del PRI, acusaron a su contraparte de la coalición Por México al Frente Ricardo Anaya, de actos de corrupción”.
No se ofendan, ni lo tomen personal. Entiendo que les divierta a los simpatizantes de cualquiera de los acusadores, como también entiendo que ninguna gracia les haga a los del acusado. Sólo espero que unos y otros entiendan que la historia en realidad es una farsa.
Y es que, entendiéndolo, ¿cómo no reírse de que los candidatos del partido emblemático de la corrupción, y del partido que registró a Napoleón Gómez Urrutia para senador plurinominal, acusen a Anaya de actos deshonestos? ¿Cómo no reírse también, de que el defensor de Anaya sea el infame abogado Diego Fernández de Cevallos?
¿Cómo no reírse de la historia, sabiendo que todos ellos, los candidatos y sus partidos, se acusan y han acusado siempre de corruptos, especialmente en tiempos y con fines electorales?
Sabiendo todo eso, ¿cómo no entender que todo en realidad es una farsa? Es decir, “una historia con características burlescas, que procura ridiculizar situaciones que socialmente se aceptan y que, a través de ironías y burlas, se propone exponer los vicios que las mismas implican, para entretener y divertir al público”.
¿Quién, sin la cachaza suficiente para tomar en serio la historia, es capaz de aguantar al menos una carcajada? A menos que sean miembros de ese club exclusivo de la política, en donde todos creen, o que al menos fingen creerlo, que la historia es real y no simplemente una farsa.
El problema es que, a fuerza de repeticiones, la que comenzó como farsa termina siendo una tragedia en diferentes niveles, al repetirse ahora en la elección más importante de la historia, sin duda clave para el futuro inmediato del País.
Porque entonces, ¿cómo reírse de que la corrupción en la política mexicana se haya convertido en un fenómeno sistémico? ¿De que todos los partidos resistieron y postergaron el nombramiento de los fiscales anticorrupción? ¿De que los ciudadanos y los que gobiernan hayan entendido y asumido que respetando esas reglas informales se puede evadir la ley impunemente?
O, parafraseando a Héctor Aguilar Camín, ¿cómo reírse de que en el México de hoy sea imposible ganar unas elecciones de importancia sin violar las leyes electorales? ¿De que los candidatos trivialicen un problema tan grave para ganar la elección? Y lo peor, ¿de que los mexicanos confíen cada vez menos en que la democracia electoral es la mejor vía para tener buenos gobiernos?
Crea fama y échate a dormir, decían los viejos sabios, para advertir que una vez que creas una cierta reputación, esa reputación te antecederá y demorará mucho tiempo y esfuerzo para cambiarla nuevamente.
Entendiendo esa advertencia, ¿cómo reírse entonces de que los candidatos y sus partidos comprometan más tiempo y esfuerzo en reforzar su mala reputación, que en hacer algo para cambiarla?