Corrupción neoliberal
El monstruo que llevamos dentro
“Si salgo, de una vez le digo que voy a seguir matando mujeres. Uno, porque no me deja dormir (una voz que escucha) y dos, por el odio que les tengo”, advirtió Juan Carlos N, ‘El monstruo de Ecatepec’, en sus declaraciones ante la Fiscalía General de Justicia del Estado de México.
Filtrada a los medios a través de un vídeo, en la declaración de Juan Carlos se escuchan frases de odio que han escandalizado a una sociedad acostumbrada a la violencia criminal.
Expresiones de terror, consternación, repudio, condena e incredulidad, llenaron las redes sociales, por parte de mujeres y hombres, esta no era la declaración de un feminicida común, sino la de un sociópata que se perfila como el mayor asesino en serie en lo que va de este siglo en México.
¿Por qué?, es la pregunta obligada, inevitable, con un sinfín de niveles, aristas y versiones, todas o casi todas sin respuesta. La búsqueda de mínimos asideros de lógica, razón, humanidad, para tratar de explicar lo inexplicable, para reubicar la escala más alta de la violencia, en el tabulador del imaginario colectivo.
¿Por qué, por ejemplo, en el año más violento del que haya registro, con casi 16 mil asesinatos en los primeros ocho meses 2018?
¿Por qué el horror en el vórtice del horror?
Y quizá la pregunta más obvia puede esconder respuestas muy dolorosas e incómodas, por ende, pertinentes y esclarecedoras, ¿por qué aparece este monstruo justo en la coyuntura más crítica de feminicidios que se recuerde (500 en lo que va del año)?
“Por el odio que les tengo”, respondió Juan Carlos N., con un franqueza cruda, ofensiva y cínica que resuena estremecedora en la conciencia cultural de los mexicanos, con el tufo pestilente de un machismo arraigado por décadas, no solo perceptible en el ambiente del nuevo milenio, sino hasta empoderado y más violento que antes, en la cultura permisiva y engañosamente civilizada de la tecnología digital y sus comunidades virtuales.
‘No ofendas generalizando escribidor’, me dirán varios congéneres, ‘que somos más los hombres buenos, decentes, que respetan, protegen y aman a las mujeres. El de Ecatepec es una aberración, la excepción monstruosa que confirma la regla’, sostendrán con justa, pero solo parte de razón.
Justa, porque me consta que muchos han superado, al menos que se esfuerzan por hacerlo, el arquetipo del macho mexicano. Que ya no son, ni quieren ser, representantes de esa especie primitiva y arcaica del varón, que no se asumen superiores en fuerza, inteligencia y capacidad a las mujeres, ni con derecho a privilegios exclusivos.
Parte, porque también me consta que la gran mayoría aún tiene (tenemos) un pequeño macho interno, que a veces, solo a veces, amenaza con renacer en perjuicio de nuestras parejas, madres, hijas, amigas, o compañeras de trabajo.
Ese obscuro alter ego que los sicólogos describen con escaso autocontrol (ira, hostilidad, frustración), necesidad de control y dominación en la relación afectiva, con dificultad para expresar e identificar los afectos, de escasa empatía y asertividad en resolución de problemas y consecución de objetivos sin recurrir a la violencia, de irritabilidad extrema, respuestas emocionales inapropiadas, y mecanismos de defensa (negación de la conducta violencia, minimización, atribuciones externas).
Hombres que amenazan o chantajean, que humillan ante amigos, compañeros de trabajo, familiares, o en la intimidad, que monopolizan la toma de decisiones, que insultan, gritan y agreden cuando no respaldan lo que dicen, piensan o hacen.
Hombres que no violan, secuestran, golpean, asesinan, ni masacran mujeres, como Juan Carlos N., pero que ejercen otros tipos de violencias ‘toleradas’, activas u omisas, en deshonra, descrédito o menosprecio al valor o dignidad personal; esposos y padres que les ocasionan daño patrimonial, o las privan de los medios económicos indispensables para vivir; que ejercen, transmiten y reproducen relaciones de dominación, desigualdad y discriminación en las relaciones sociales que naturalizan la subordinación social.
Médicos y trabajadores de salud que se apropian del cuerpo y procesos reproductivos de las mujeres, con tratos deshumanizadores, abusos de medicalización, y pérdida de autonomía y capacidad para decidir libremente sobre sus cuerpos y sexualidad; periodistas y comunicadores que publican o difunden mensajes e imágenes estereotipados que promueven la explotación femenina o sus imágenes, que utilizan mujeres, adolescentes y niñas en mensajes e imágenes pornográficas, que construyen patrones socioculturales reproductores de la desigualdad o generadores de violencia.
Obispos que declaran sarcásticos que mujeres asesinadas “no andaban en misa o en la catedral”; funcionarios, autoridades y legisladores que retardan, obstaculizan o impiden su acceso y ejercicio de los derechos previstos en las leyes para asegurarles una vida libre de violencia.
Hombres con machitos dentro, pedazos de un todo parecido al monstruo que apareció en Ecatepec. Hombres que, sin decirlo, parecen decir lo mismo que Juan Carlos N.: odio a las mujeres.