Sin mucho ruido
La tiranía políticamente correcta
Al obispo Salvador Rangel se le armó la gorda cuando dijo que las jóvenes asesinadas en Acapulco “no andaban precisamente en misa, ni andaban en la catedral”. Más tardó en decirlo, que en ser linchado en redes sociales por los verdugos de la tiranía políticamente correcta.
Le dijeron idiota, representante de la intolerancia misógina y conservadora de la Iglesia Católica, y lo acusaron de fomentar el odio hacia las mujeres y los feminicidios. “Se tropezó con su propia lengua”, dijeron muchos para explicar la declaración del señor obispo.
Pero si me preguntan, dudo mucho que la razón haya esa, un lapsus brutus, o un error involuntario, al contrario. Estoy seguro de que lo dijo con plena consciencia del impacto que tendría en la prensa y las redes sociales.
Pero no creo que sea un mártir, un masoquista, menos un ignorante.
En todo caso, el suyo no fue dislate, fue un desliz, no fue tropezón, más bien brinco. El obispo es un hombre de la iglesia, estudiado y preparado, que se reúne, habla y negocia a menudo con jefes de gobierno, alcaldes, diputados, y como él mismo lo ha dicho, con líderes y jefes del crimen organizado.
¿Por qué entonces semejante declaración en pleno auge de la corrección política?
Porque el mensaje era para su clientela natural, la feligresía católica, cristiana y religiosa, que piensa y entiende la realidad y la moral de acuerdo con sus creencias y valores, tan conservadora como él. Y porque al obispo se le atragantan las reglas no escritas de la corrección política. Pero antes de que me linchen a mí, denme chance de explicar por qué lo digo.
¿Qué es la Corrección Política? Seguro han escuchado el término, y hasta lo han acatado de buena gana o, como el obispo, a regañadientes. ¿Han tenido que guardar silencio o callar lo que piensan, para no ser políticamente incorrecto, para no ofender a alguien? Bienvenidos a la moral del nuevo milenio.
La corrección política describe el lenguaje, las políticas o las medidas destinadas a evitar ofender o poner en desventaja a los miembros de grupos particulares de la sociedad.
Hasta ahí, todo suena bien.
El problema comienza a la hora de definir quién o quiénes son los grupos y las personas que hay que proteger de ofensas y discriminación. Y decirlo es mucho más difícil que hacerlo.
Otro problema es que lo que comenzó con una breve lista de palabras y expresiones incorrectas, creció y creció hasta convertirse en una lista muy larga y estricta de prohibiciones. Hoy pareciera que todo, o casi todo, está prohibido, que nadie puede criticar o cuestionar nada, al menos pública y abiertamente, por temor a ser acusados de reaccionarios y, por ende, estigmatizados.
Hoy, la corrección política parece censura … o hipocresía.
Un ejemplo claro, nuestra clase política. La que no se compromete para no quedar mal con nadie, para no quemarse. Parapetados en la zona de confort que les concede la corrección política, sus opiniones sobre los temas espinosos son asépticas huecas, insulsas, sin sentido. Hablan mucho sin decir nada, prometen todo, pero con nada se comprometen. Todos obligados a navegar en dirección del viento, con tal de no ser acusados y despreciados.
Y claro, con ayuda de sus seguidores, además alegan, exigen, ecuanimidad, respeto y tolerancia para sus actos, y castigo a quien dañe su nombre y prestigio en redes sociales. En palabras llanas, a quien se atreva a criticar pública y abiertamente sus expresiones. Hipocresía y censura a discreción.
Al final, la corrección política termina siendo más un problema que una solución, una tiranía que impide decidir, discutir y actuar colectivamente con claridad y certeza. Lo que comenzó como un fino velo para suavizar asperezas y conflictos, se ha convertido en un telón grueso y pesado para ocultar una realidad muy distinta, generalmente contraria.
Como el telón que abrió la presidencia de Donald Trump, exhibiendo la incómoda realidad del racismo en Estados Unidos. O la feroz xenofobia mexicana que destapó la caravana de migrantes hondureños.
En lugar de fomentar entendimientos y tolerancia, la corrección política alienta las descalificaciones, los insultos, el sentimiento de culpa colectiva en otros grupos.
Aunque parezca exagerado, la corrección política se ha convertido en una amenaza para la libertad. Un monstruo con vida propia que apela a las emociones y no a la razón, a los delirios y no a la sensatez. Incrustada dentro del propio poder, concede privilegios y prebendas a quienes sean sus cómplices, y la muerte civil a quienes se atrevan a desafiarlo.
Cada día, la corrección política genera nuevas reglas que llegan a ser contradictorias entre sí y cuya utilidad es cuestionable o inexistente. Reglas que entran en un proceso de mutación sobre el que nadie tiene control; gobierno, medios, sociedad, nadie.
Sin embargo, hoy la mayoría de las fuerzas vivas, prensa, medios, intelectuales, iglesia, clase política, y parte de la ciudadanía, se somete y beneficia de la corrección política y sus instrumentos, para controlar y manipular a la sociedad con el miedo al ostracismo o la culpa colectiva.
Por eso, aunque sea incorrecto decirlo, me resisto a la tiranía de la corrección política, Porque inhibe la crítica y manipula la verdad. Construye una realidad ficticia, una falsa imagen de armonía y normalidad.
Como ciudadanos, estamos obligados a señalar errores y mentiras, a expresar libremente nuestras ideas y opiniones, aunque a alguien le parezcan indebidas o erróneas. ¿Pero qué sucede cuando alguien se atreve a decir lo que piensa? Lo mismo que le sucedió al obispo, recibir la implacable condena del supremo tribunal de las redes sociales. Pero a él, eso no pareció importarle demasiado.
Y en un mundo donde la mayoría prefiere autocensurarse, que terminar en las hogueras de Facebook, la franqueza y sinceridad del obispo se agradece. Aunque me disgusta lo que piensa y dice, confío más en las verdades incorrectas, que en las mentiras de los correctos.