Sin mucho ruido
¡Ay, qué tiempos, señor don Simón!
Nunca había sido tan azarosa una elección presidencial como esta, abundante en percances, riesgos, contratiempos, conflictos, dificultades y escándalos. Nunca fue tan complicado decidir entre candidatos y propuestas, nunca tanta información de tantas fuentes con versiones distintas de la verdad, nunca tanta confusión, polémica, mentira y engaño.
Nunca más fácil opinar, discrepar, criticar, denunciar y acusar, con tanta intensidad, beligerancia y violencia verbal, nunca las campañas generaron tantos enfrentamientos, rompimientos, agravios y desencuentros.
Una realidad tan azarosa, que a veces, sólo a veces, hasta extraño los tiempos del viejo régimen, cuando votar era tan sencillo que no se necesitaba pensar mucho para decidir entre apenas tres o cuatro opciones: votar por el PRI, ganador invicto de carros completos; por la oposición, eterna perdedora de todo; o de plano, abstenerse de votar.
De hecho, el dilema era aún más simple, o ni siquiera lo era: quien elegía al sucesor del presidente era el presidente en turno, no los electores. Claro, “cuidando” las formas con rituales de tres elementos -el tapado, la cargada, y el dedazo-, una especie de liturgia que durante décadas funcionó como maquinita, sin contrapesos políticos ni protestas sociales importantes.
Y cómo, si los medios y la prensa más influyentes eran controlados y sometidos, o declarados “soldados del sistema” (el mismísimo Tigre Azcárraga dixit); por ende, la mayoría ciudadana era callada, indiferente y pasiva.
Total, en esos tiempos las cosas no andaban tan mal como ahora. Sin tanta pobreza, una clase media numerosa y creciente, muchos ricos, y pocos muy, muy ricos. Total, la corrupción era menos visible, intolerable, la violencia esporádica y moderada, había muy pocos narcos y desorganizados, policías honrados, instituciones confiables, gobernabilidad y paz social.
Así de fácil era votar en esos tiempos, señor don Simón.
Hasta que llegó lo que tenía que llegar, la derrota del candidato oficial.
Más pronto que tarde, entenderíamos que se debe tener cuidado con los deseos, porque pueden hacerse realidad. Porque cuando el PRI perdió la Presidencia y Vicente Fox inauguró la alternancia electoral, poco a poco, las cosas sencillas se volvieron complicadas.
Ahora, 18 años después, casi todo parece lo contrario.
Hoy, el candidato del PRI no es priísta y va en último lugar; el candidato del PAN, que también es del PRD, en segundo; y el puntero, que fue priísta de origen y luego perredista, es candidato de un partido nuevo, el suyo.
Hoy, los medios y la prensa son más críticos e independientes, pero menos influyentes. La mayoría ciudadana habla, opina, critica y participa como nunca antes. Hoy, las redes sociales son campos de una guerra sin tregua, descanso ni piedad, entre dos bandos: los que apoyan a López Obrador y los que lo atacan.
En síntesis, decidir por quién votar en esta elección presidencial es una responsabilidad azarosa y trascendente como ninguna antes.
Hay que pensar con la cabeza, sugirió el presidente Peña Nieto en los primeros días de mayo. “Hay que tener una definición de nuestra preferencia a partir de hacer una valoración real y objetiva de las propuestas de cada uno de los candidatos”, para votar “con más razón y menos víscera”, exhortó.
Totalmente de acuerdo con usted, don Enrique. La bronca es que decirlo es mucho más fácil que hacerlo, porque votar con razones puede ser tan o más engañoso y complicado que con vísceras.
Por ejemplos, les comparto algunas razones para decidir mi voto:
Pienso que José Antonio Meade es el candidato mejor preparado, capaz y con mayor experiencia para administrar las finanzas y los recursos públicos;
que Ricardo Anaya es el orador más articulado y claro, el más astuto y diestro en el manejo de redes sociales; y que López Obrador es el más comprometido con un cambio profundo.
La bronca es que la principal propuesta de Meade es continuidad y fortalecimiento de las mismas políticas de Peña Nieto, Calderón y Fox; que Anaya propone sin convicción, que miente y se contradice a menudo, con tal de ganar la elección; y que López Obrador convence más con resentimientos y frustraciones, que con ideas y argumentos.
O si de plano nos resignamos, como siempre, a votar por el menos malo (para el imaginario colectivo, el menos deshonesto), la bronca ta’ pior todavía.
Nomás chequen lo que se acusan recíprocamente los candidatos y sus pares: Meade dijo que Anaya “es un vulgar ladrón”; Anaya le reviró a Meade diciendo que “es un cínico corrupto”; ambos juran que López Obrador es el más ladrón y corrupto de los tres; y el Peje les responde que botellita de jerez; que los “muy corruptos” son ellos, la mafia en el poder.
Por donde se vea y entienda, el silogismo lleva a conclusiones tan parecidas como lamentables: todos mienten y calumnian por estrategia, o todos son corruptos, unos más, otros menos, pero todos corruptos.
Por eso a veces, sólo a veces, extraño la sencillez de aquellos tiempos.
Sin embargo, acepto que ahora semejantes ocurrencias son inaceptables, despropósitos febriles de un ciudadano indeciso y titubeante ante la polarización áspera de simpatías y antipatías personales, e intimidado por el augurio de expectativas frustradas.
Dicho lo anterior, para ayudarme a no recaer en tales tentaciones, les propongo respetuoso a todos los fieles e infieles de cualquiera de los candidatos, un par de compromisos claros y sencillos que demuestren con hechos nuestras convicciones democráticas.
A los que voten por los candidatos que pierdan, el compromiso de respetar el resultado y reconocer al electo como su presidente legítimo; a los que voten por el ganador, el compromiso de vigilar que cumpla cabalmente sus promesas y exigir que gobierne para todos.
Si aceptan y cumplen, les juro que hartos indecisos, como su seguro escribidor, estaremos eternamente agradecidos. Pero si mis propuestos compromisos les parecen viles cobardías, quizá me haga falta ver más bax, mucho más bax.