Teléfono rojo
Abogando por el diablo
Embriagados de eufórica rebeldía por la movilización ciudadana ante los terremotos, la insólita puja partidista para ‘donar’ dineros públicos a las víctimas no bastó para calmar el temporal, y muchos exigieron despedir a todos los políticos. “¡Que desaparezcan todos los partidos! ¡No los necesitamos!”, exclamaron sin titubear.
De bote pronto, confieso que la demanda me pareció justa y pertinente. Tanto, que en la soledad de mi depa me invadió un extraño ímpetu revolucionario, y levanté el puño gritando solidario: “¡Viva México, jijos de la tostada! ¡Pos cómo chingaos no!”, seguí con un par de mamonsísimos “¡sí se puede, sí se puede!”, para cerrar con el riguroso “¡el pueblo-unido-jamás-será-vencido!”.
Pero en cuanto recuperé la sobriedad, llegó la cruda acompañada por un montón de dudas.
Digo, es fácil entender los motivos de la animadversión popular hacia los políticos. Cómo no, si se han esmerado en ofrecer razones para sustentar su pésima reputación; cómo no, si abundan evidencias para desconfiar de ellos, y sobran motivos para reproches.
Pero sinceramente, dudo que sean suficientes para despedir y desaparecer a todos.
Imaginemos que la fantasía fuera realidad, que de pronto amaneciéramos sin políticos ni partidos. ¿Y luego? ¿Aparecerán otros en su lugar por arte de magia? ¿Los sustitutos serán honestos, incapaces de mentir, y garantizarán buenos gobiernos?
Sería ingenuo creerlo.
Es cierto, superamos la emergencia, pero ahora hay que recorrer el azaroso trayecto de la reconstrucción, cuando la gente exige soluciones rápidas a problemas que sólo pueden resolverse lentamente.
El que advierte Héctor Aguilar Camín: “vienen los primeros choques de la colectividad solidaria con su propio ímpetu y con las restricciones que le imponen la lenta realidad y los limitados gobiernos. Surgen aquí y allá las frustraciones, las quejas, la ira, las derrotas ante los escombros”.
Frustraciones y derrotas inminentes, sobre todo cuando los propósitos obedecen más al impulso pasajero de una tragedia, que al análisis sereno de la realidad.
Aunque los nuestros parezcan los peores de su especie, los políticos son necesarios en cualquier sistema democrático. Se necesitan representantes populares. Se necesitan opositores para balancear las posturas y decisiones del gobierno.
Tristemente, la mayoría considera que “los políticos son malévolos”. Es una generalización creada por los medios, la literatura y los propios políticos, no sólo en México.
¿Cómo explicar las causas de tanta animadversión?
Son electos por la gente, es decir, son populares, poderosos y ricos (no necesariamente todos, pero al menos uno).
Controlan recursos que derivan esencialmente de los impuestos; ergo, ellos controlan el dinero de la gente.
Ejercen gran influencia sobre autoridades y líderes locales.
Tienen ejércitos de seguidores y trabajadores de sus partidos.
Algunos abusan de todo lo anterior para promover sus conexiones personales e intereses de negocios.
¿Eso significa que son malévolos? No necesariamente.
Seguro, hartos lectores pensarán que intento ser el abogado del diablo. No es así. En primer lugar, porque el diablo no necesita de abogados. Tiene suficiente poder sin ayuda de nadie.
Sólo les recuerdo que somos los ciudadanos quienes damos poder a los políticos, que nosotros los ponemos en la silla y los mantenemos ahí, y que somos nosotros quienes no usamos el voto para oponernos a sus acciones políticas y a sus corruptelas.
Nuestro voto es definitivamente necesario; qué tan siniestro es nuestro voto, está determinado por nosotros y nuestras acciones, más que por los políticos.
Así que antes de llamarlos malévolos, recordemos que nosotros los pusimos donde están.
Es fácil entenderlo. Sacudidos por los terremotos, los mexicanos buscan cauces nuevos. El mal humor social escaló a irritación endémica. En 2018 sin embargo, tendrán que elegir entre los viejos.
De lo contrario, advierte Aguilar Camín, “el choque puede herir de muerte la credibilidad que queda en la democracia mexicana”.