Teléfono rojo
La Navidad secuestrada
Como saben los lectores decanos de esta columna, en diciembre de 2006, pocos días antes de la Navidad, confesé aquí mis convicciones grinchescas.
Desde entonces en esta temporada, cada año corrijo y aumentó razones y motivos para interpretar gustoso al célebre aguafiestas decembrinas.
Pero como los nuevos lectores de este escribidor seguro no se enteraron, solicito permiso a los primeros para contextualizar brevemente a los segundos, antes de lo que compartiré con ambos.
Simpatizo con el Grinch –personaje de ficción creado por Dr. Seuss en 1957, en su libro infantil ‘Cómo el Grinch robó la Navidad’–, por su parodia al consumismo dominante en la temporada, y la obsesión materialista que pervierte el verdadero espíritu de la fiesta.
No me vean gacho todavía, porfa. Antes denme chance de aclarar que de niño amaba las fiestas decembrinas. Y es que, como decía Richard Pryor, desde que me hice adulto “la Navidad se parece mucho a un día en la oficina. Uno hace todo el trabajo, pero un tipo gordo de traje se lleva todo el crédito”.
Hoy más que nunca, la Navidad es un carnaval de suicidas, la temporada del año cuando la mitad del planeta combate la depresión con ron y villancicos.
La Navidad es una telaraña económica que te somete y obliga a comprar regalos para gente que ni siquiera te simpatiza o que ni siquiera sabes cómo se llama.
Aunque a los ingenuos les parece una época de unión familiar, a los cínicos nos recuerda la primera vez que nuestros padres nos mintieron. Cuando hacían hasta lo imposible para convencernos de que Santa Claus y los Reyes Magos existían, y que si te portabas mal estabas frito.
Aunque los seguidores de Grinch tenemos fama de cascarrabias, créanme que semejante percepción no coincide con la mía. De hecho, les juro que ésta ni las anteriores entregas intentan aguar la fiesta y el ánimo navideño de nadie, mucho menos de los fiesteros y animosos lectores. Y como el grinchismo no es religión ni secta, tampoco escondo proselitismos y adoctrinamientos perversos, pues cada quien es libre y capaz de elegir sus propias filias y fobias.
Justo por eso, presento en seguida hechos y razones claras en defensa de mi vocación Grinch.
Un hecho: cada año, las tiendas arrancan la época navideña más temprano. En éste, la iniciaron ¡en los primeros días de octubre! A este paso, en 2018 comenzarán desde septiembre.
Los mercaderes, esos que tanto denostó el del cumple, Jesucristo pues, son los que propagan y lucran con la epidemia frenética de alegría artificial y júbilo forzado. Los patrocinadores del horrible maratón de villancicos atacándote por doquier en sus grandes almacenes. Ambiente impuesto e incongruente, sobre todo en latitudes violentas y agrestes como la nuestra.
Esos mercaderes y sus socios publicistas, reinventan una iconografía mercantil que te atrapa con dos iconos fantásticos: el religioso (Jesús) y el comercial (Santa y los Reyes), ambos con agendas propias.
Una puerta a la esquizofrenia, la presión de comprar regalos para gente que sólo ves una vez al año. El resbaloso numerito del intercambio de regalos, cuando te sientes cuenta-chiles si lo que regalas es más barato que lo que te regalan. “¡Guau, un iPhone 6!… eeh, gracias… yo te compré unos calcetines Donelli… ji ji”.
Calcular cuánto gastar en cada ser querido, significa básicamente ponerle precio al amor. ¿Cuánto vale mi mamá? ¿Trescientos, quinientos, mil pesos? ¿Cuánto mi sobrino? Una excelente razón para permanecer soltero es la agonía de escoger el regalo de tu pareja. Y claro, ella o él usualmente te dicen, “no tienes que regalarme nada amor, con que estemos juntos es suficiente”. Eso, déjenme decirles, es una vil mentira.
“¿Y cuál es, según tú, el verdadero significado de la Navidad?”, me preguntó mi padre en la sobremesa, temo que un poco fastidiado por mi grinchismo. “Eeeeh… pues la unión familiar, la armonía, el amor, ¿no?”, respondí acalambrado y errático ante la alevosa e inquisitoria pregunta.
“Pos sí, ¿qué no?”, agregué titubeando. “Darse uno mismo, pensar en los demás, llevar felicidad a nuestros semejantes, ése es el verdadero significado de la Navidad”, recordé en silencio la frase de Charles Dickens en su novela ‘A Christmas Carol’ (Un villancico navideño).
Insatisfecho, consulté el portal digital del Vaticano, presumiblemente lleno de expertos en asuntos como estos, quienes aseguran que “el verdadero significado de la Navidad es la celebración de este increíble acto de amor”.
Aunque la frase no es mala, me sonó a cliché, e incongruente con la ideología de un Grinch como su seguro escribidor. Por suerte, luego-luego encontré la frase perfecta, mejor dicho, un exhorto… ¡twitteado el pasado 22 de diciembre por el mismísimo Papa Francisco I!
“¡Liberemos la Navidad de la mundanidad que la ha secuestrado!”.