
Caminos del sur
La reciente cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), celebrada en Tegucigalpa, no solo fue un encuentro de jefes de Estado: fue también el escenario donde emergió, con claridad y determinación, el liderazgo regional más sólido del presente latinoamericano. Claudia Sheinbaum, presidenta de México, debutó en la arena internacional no con una postura defensiva o diplomáticamente tibia, sino con una agenda propositiva, estructurada y con visión de largo plazo.
La presidenta Sheinbaum no llegó a la CELAC a improvisar. Llegó con una idea clara: la integración regional no es una consigna ideológica ni una utopía romántica; es una estrategia urgente ante un mundo cada vez más inestable, fragmentado y competitivo. En tiempos donde muchos gobiernos latinoamericanos se repliegan hacia sus propios laberintos internos, la presidenta mexicana habló con claridad sobre comercio, migración, cooperación y geopolítica con una solvencia técnica y política que pocos líderes regionales pueden igualar.
Entre sus propuestas más destacadas, Sheinbaum planteó una idea tan audaz como realista: la expansión del T-MEC hacia Sur. Lo que para algunos podría parecer una ocurrencia poco convencional, para Sheinbaum es una apuesta estratégica: construir un bloque económico capaz de dialogar en pie de igualdad con las grandes potencias. No se trata de “unirnos por unirnos”, sino de sumar capacidades productivas, tecnológicas y comerciales para que América Latina deje de ser periferia y se convierta en actor.
Además, propuso la realización de una Cumbre por el Bienestar Económico Regional, con el objetivo de avanzar hacia modelos de desarrollo más equitativos e inclusivos, y una reunión de cancilleres latinoamericanos para abordar la migración no como una crisis coyuntural, sino como un fenómeno estructural que exige coordinación, cooperación y responsabilidad compartida. Ambas ideas muestran una mirada regionalista moderna, sin romanticismos, pero con voluntad política.
No menos significativa fue su sintonía con Luiz Inácio Lula da Silva. Ambos mandatarios se mostraron como los polos estables de una región con liderazgos dispersos. Mientras otros gobiernos tambalean entre crisis internas o discursos polarizantes, Sheinbaum y Lula asumieron la necesidad de una conducción madura del proceso de integración regional. México y Brasil, en esta nueva etapa, no solo están llamados a cooperar: están llamados a liderar.
Los consensos logrados en la cumbre, en buena parte impulsados o respaldados por México, confirman que no se trató solo de palabras. Desde el compromiso con la seguridad alimentaria hasta el respaldo solidario a Haití; desde la defensa de la educación hasta la reafirmación del principio de no intervención, los acuerdos reflejan una región que quiere reconstruir su voz común, y una presidenta que sabe cómo articularla.
La presencia de Sheinbaum en la CELAC no fue la de una mandataria recién llegada. Fue la de una estadista. En un continente con liderazgos tambaleantes, frágiles o ensimismados, la presidenta de México se mostró como la gobernante con mayor proyección regional, mayor claridad programática y mayor legitimidad democrática. Su liderazgo es científico sin ser tecnocrático, firme sin ser autoritario, y profundamente latinoamericano sin caer en clichés de soberanía vacía.
Claudia Sheinbaum no solo representó a México. Representó una posibilidad: la de una América Latina que, desde la racionalidad, el diálogo y la cooperación, puede volver a tener un papel protagónico en el mundo. Y en esa posibilidad, ella no es solo parte: es la pieza central.
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