
Teléfono rojo
El periodismo amarillista y el precio de caer en el morbo
En tiempos donde la información viaja más rápido que la verdad, el periodismo amarillista ha encontrado tierra fértil para florecer. Como si el oficio de informar se hubiese desplazado del balcón —lugar desde donde se observa con amplitud— al sótano, donde solo reina la oscuridad del morbo, este tipo de periodismo ha convertido los hechos en espectáculo y la noticia en mercancía emocional.
El amarillismo no es nuevo. Sus raíces se hunden en el siglo XIX, cuando periódicos como los de Pulitzer y Hearst libraban una guerra de titulares para atraer lectores a costa de la sobriedad informativa. Desde entonces, sus armas han sido las mismas: la exageración, el escándalo y el drama.
Hoy, ese estilo vive en muchas plataformas que, más que informar, buscan sacudir al lector con frases rimbombantes: “¡Tragedia en la colonia!”, “¡Indignante video!” o “¡No creerás lo que hizo!”. El titular sensacionalista se ha vuelto la carnada perfecta en un mar de información donde la atención dura apenas unos segundos.
El periodismo amarillista se caracteriza por su falta de rigor. Poco le importa contrastar fuentes o verificar datos si el material puede generar clics. Su prioridad es captar la emoción, no la verdad. Para lograrlo, no duda en usar imágenes explícitas, fragmentar los hechos o meterse en la vida privada de las personas, especialmente de quienes son figuras públicas. El respeto a la intimidad es un lujo que este periodismo no se da.
Lo más preocupante no es solo su forma, sino su efecto. El amarillismo deforma la realidad y contribuye a una cultura de la desinformación. En lugar de ofrecer una mirada crítica sobre los hechos que afectan a la sociedad, opta por el espectáculo fácil. Y cuando el periodismo deja de ser una herramienta para entender el mundo, se convierte en una fábrica de ruido.
Recuperar el balcón desde el cual mirar con claridad y responsabilidad debería ser la tarea de todos aquellos que aún creen que informar es un servicio público, no un negocio de emociones baratas. Porque cuando el periodismo cae al sótano, arrastra con él la confianza ciudadana. Y eso, en cualquier democracia, es un precio demasiado alto.
Ryszard Kapuściński tenía razón al decir que los cínicos no sirven para este oficio.