Teléfono rojo
Propio del sentido común es planear el cierre del ciclo de gobierno. Cada uno lo entiende a su modo. La incertidumbre propia de la política y el mismo entorno significan que nada está escrito. Puede suceder que las mejores pretensiones resulten en lo contrario, especialmente si se ignora la realidad. Por eso los presidentes que pretendieron significar un paso histórico trascendental fracasaron en su empeño, o en el mejor de los casos, lo lograron sólo de limitada manera.
El singularísimo estilo de gobernar del presidente López Obrador se mueve en una suerte de mesianismo bélico, como muestra su prédica mañanera, una práctica muy alejada del sentido republicano del poder y muy próximo a homilía evangelizadora. El presidente es vehemente en su pretensión histórica. La transformación cuarta significa postular no sólo las gestas, sino a sus personajes. La herencia no se limita a un programa, sino a una visión del país. No hay más que dos protagonistas: el pueblo, una entidad que se construye en el discurso porque no solo es población o sociedad, sino que va acompañada de predicados y atributos a la medida del otro protagonista: el líder, el presidente.
Es inevitable que asumir el poder y la política en tales condiciones vuelva a las instituciones y los valores propios de la democracia un estorbo, una entelequia inútil y en no pocas ocasiones funcional o al servicio del enemigo, quien quiera que sea. La idea de una presidencia acotada es la negación de lo que se postula y requiere, porque la superioridad del proyecto no está sujeta a restricción o condición. Aún así, la presidencia es una institución necesaria para apuntalar el proyecto. Se equivocan quienes ven en López Obrador la resurrección de la presidencia autoritaria, se quedan cortos, se trata de un proceso inédito, sin precedente: el providencialismo presidencial. Como tal, más que un proyecto político es un proyecto religioso. El misticismo que acompaña al poder obradorista tiene fuerza social porque su ascendiente popular subyace en las creencias de muchos mexicanos.
Por eso quienes asumían que el presidente López Obrador cedería conforme se aproximara el cierre de su gestión se equivocaron. Ciertamente, es de sentido común concentrarse en hacer bien lo que está en curso. Abrir proyectos en el último cuarto del gobierno o tomar decisiones de cambio institucional no hace sentido si de gobernar razonablemente bien se tratara. Precisamente eso no se hace, no se gobierna, se trasciende; por ello el arrojo de cancelar arbitraria e ilegalmente al INAI, eliminar a la agencia noticiosa del Estado, desaparecer Financiera Rural, hacer una compra multimillonaria de generadores de energía al enemigo con cargo al futuro de los mexicanos, mermar a la justicia electoral o promover cambiar la legislación para que los contratos gubernamentales tengan desproporcionada e irracional ventaja respecto a particulares.
Al presidente le corre prisa. Como ha sucedido a sus predecesores cuando ven que el tiempo transcurre con mayor rapidez de la esperada y achica los meses, los días y las horas. No alcanzará a ver concluidas las obras emblemáticas, pero no importa; se requiere consolidar el objetivo, que es el cambio de mentalidad del pueblo, no cualquier pueblo, sino el del discurso de López Obrador. Y no es para desdeñarse lo que se dice y piensa, el país que dejará será diferente al que recibió, especialmente por su impacto en millones de personas, que asumen que la obligación del gobierno y su bienestar es la entrega indiscriminada de recursos monetarios.
Mucho se puede esperar del presidente López Obrador hasta el último minuto de su gobierno y esto va a contrapelo de la certeza de derechos y es previsible la presión que tendrá la Corte, el último muro de resistencia de la institucionalidad democrática. La relevancia de las elecciones no será quién gane, porque es parte de la incertidumbre aún si prevalece el partido en el gobierno; importan el nuevo mapa de poder, la influencia del crimen y su presencia en el proceso electoral y, desde luego, la manera como los distintos proyectos partidarios, varios de ellos expresión de franca de extorsión, se entreveran en la representación política. Un futuro que se abre paso entre el ideal de algunos y el chantaje de muchos.