
Genio y figura
Tristeza y melancolía
Los acapulqueños somos una comunidad de nostálgicos, víctimas de esa tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida. Nostalgia muy nuestra, nada que ver con la saudade portuguesa, pues nuestro mal tiene origen y fin, y el lusitano es un misterio tan fuerte como el amor y la muerte: una especie de nudo gordiano mental que sólo se puede deshacer con un tajo a la altura del cuello.
La tristeza melancólica acapulqueña es muy nuestra, y hasta donde sabemos lo origina el recuerdo de una dicha perdida. Lo que importa ahora saber cuál es la dicha y por qué la perdimos.
La dicha es felicidad, y los acapulqueños fuimos dichosos cuando habitábamos el principal centro turístico nacional y uno de los principales destinos de playa de América. Cuando el mundo entró en guerra en 1939, los turistas de Estados Unidos pasaban sus vacaciones en Acapulco, un paraíso tropical que muchos llamaron gauguiano, por las pinturas de Paul Gauguin en la polinesia francesa a fines del decimonónico. Un paraíso tropical en donde el turista recorría las playas sin que alguien lo molestara.
En la sexta década del siglo pasado las compañías de aviación empezaron a volar a esta ciudad y puerto. Había vuelos directos y sin escalas cotidianos desde las principales ciudades de los Estados Unidos. Y a partir de 1968 Aeroméxico estableció un puente aéreo Ciudad de México- Acapulco, con un vuelo cada hora. Y esta compañía y Mexicana, nos comunicaron vía aérea con las principales ciudades del país, mientras se construían grandes hoteles, la mayoría a la orilla del mar.
El Fuerte de San Diego era el escenario de la Reseña Mundial de los Festivales Cinematográficos, y de festivales de música en donde participan genios como el georgiano Aram Khachaturiam, que estrenó en ese escenario uno de sus conciertos para orquesta y violín y el catalán Pau Casals que estrenó en Acapulco su famosísimo oratorio “El pesebre” el 17 de diciembre de 1960. Además, Casals, uno de los mejores violonchelistas del siglo 20, deleitó a los acapulqueños y a los turistas interpretando música de Bach.
Frank Sinatra venía a Acapulco con sus amigos de Hollywood y nos dedicaba un recital de dos horas a beneficio del Hospital Civil Morelos, que estaba ubicado en lo que hoy es el Parque de la Iguana, en el centro histórico de Acapulco.
Era, pues, el Gran Acapulco, el de la dicha y la felicidad, la que perdimos sin notarlo, embriagados por el éxito y el glamur que van tan juntos pero que de repente desaparecen.
Una probadita de lo que fuimos y de lo que podemos volver a ser, es el Abierto Mexicano de Tenis. Otra, será en breve, El Tianguis Turístico. Necesitamos con urgencia promociones de corte internacional. Estas nos curarán de la nostalgia.