Sin mucho ruido
López Obrador ha llevado la política exterior mexicana a su peor situación. Bajo cualquier estándar es un desastre. Además, su recurrente intervencionismo ha llevado a penosos y merecidos reclamos formales por gobiernos como el de Panamá y ahora Perú. La imprudencia en sus palabras desmerece el trato respetuoso y digno que debe mediar. Las aspiraciones del canciller Ebrard y la personalidad del presidente impiden contener los arrebatos que se traducen en una grosera violación del principio de la no intervención.
¿Mala suerte o impericia? López Obrador vio en Fernández, presidente argentino, compañero de viaje en sus expectativas sobre una iniciativa compartida de contención a Estados Unidos. La afinidad personal no pasa por la política, aunque se parta de una supuesta identidad ideológica. Igual le ocurrió con Luiz Inácio Lula da Silva, presidente electo de Brasil. El resultado desastroso para su candidato al BID le ubicó en su realidad. México pudo haber ganado, pero prevaleció el candidato propuesto por Bolsonaro. Ya derrotado, López Obrador tuvo la imprudencia de decir que Alberto Fernández lo había abandonado por las necesidades financieras de su gobierno. El presidente de Argentina suspendió su visita a México y, desde luego, en nada quedó aquella relación amistosa.
Por cierto, López Obrador está obligado a reflexionar sobre las razones por las que Lula aceptaría y promovería la propuesta de su antecesor para llegar al BID. Las diferencias personales, políticas e ideológicas entre presidente saliente y entrante son grandes, profundas y muy recientes; pero Lula entiende que los intereses del país y de su propio proyecto anteceden y prevalecen sobre sus pulsiones personales, contrario al pensar de su contraparte mexicana.
Lo mismo ocurre en la relación con el gobierno de EU. López Obrador dejó un registro lamentable para el país y para él mismo en su relación con Trump, quien encara procesos judiciales sumamente graves, además de una imagen bien ganada de golpista. En contraste, su relación con Biden ha sido de desdén y hasta de provocación. El futuro para los demócratas y para su presidente es promisorio.
López Obrador fue muy irresponsable al descalificar a la justicia argentina por la condena de la expresidenta Cristina Fernández por actos de corrupción; carece de elementos para descalificar a la judicatura argentina; sus simpatías personales o políticas pueden expresarse, pero sin agredir ni descalificar. Queda claro que es un lenguaje y una conducta que no entiende.
Algo semejante ocurrió con la detención del depuesto presidente peruano, Castillo. El gobierno mexicano debió anticipar la crisis que se avecinaba. Canceló la cumbre del Pacífico ya confirmada por el impedimento que el Congreso impuso a Castillo para salir de su país. Varios presidentes estuvieron en México porque sus viajes ya estaban programados. López Obrador, en violación al principio de no intervención recriminó y cuestionó al Congreso peruano, y apoyó a un golpista que su propio partido rechazó, concluiría en su deposición y posterior encarcelamiento. Ahora dice que no está interviniendo, sino que está opinando.
La política vale por los resultados, no por la retórica ni por las intenciones. Cabe preguntarse si las expresiones pendencieras de López Obrador sirvieron a Castillo, quien ahora ve complicada su situación y la posibilidad de exilio digno porque México perdió interlocución con el gobierno constitucional peruano. Los presidentes Boric, de Chile; Fernández, de Argentina y Lula, de Brasil mantuvieron distancia y hasta criticaron a Castillo. México acabó apoyando de principio a fin a un golpista, como también ha avalado a los dictadores que gobiernan Nicaragua, Cuba y Venezuela.
El rosario de desaguisados en política exterior no son mala suerte; son resultado de la ignorancia y la soberbia de López Obrador y del oportunismo de Ebrard. El infortunio no acompaña al gobierno en su política exterior; es la impericia, para decirlo en términos amables. Lamentable porque el país lleva la peor parte. Empero, los presidentes se van, México permanece. Nadie se ha ocupado de señalar a López Obrador su temporalidad presidencial, que él no es la reencarnación de la patria y que la política internacional es tema de Estado, no de su personal discrecionalidad.