Hoja verde
Enrique Quintana y Raymundo Rivapalacio, ambos en el espacio editorial de El Financiero, el día de ayer lunes, cada uno por su cuenta abordó el tema de la devastación institucional por el gobierno del presidente López Obrador. Quintana de manera general y Rivapalacio específicamente, se refiere a la desaparición de Notimex, la agencia noticiosa del Estado mexicano de la que fue director durante el gobierno de Salinas, a la que pudo imprimirle independencia, calidad periodística y un sentido plural en la cobertura y difusión de noticias e información.
La preocupación de ambos es genuina, válida. Enrique Quintana, con un recuento de lo mucho que ha desaparecido expresa con preocupación el impacto enorme de la destrucción institucional. Justo ayer, de manera coincidente, este espacio en la colaboración “Entre el ideal y el chantaje” refería que este gobierno en lugar de centrar su esfuerzo en cerrar bien, como sugiere el sentido común y una razonable gestión, el presidente López Obrador abre frentes y actúa como si estuviera en la primera parte. El recuento de estos días es abrumador y bien vale repetirlo:
“Cancelar arbitraria e ilegalmente al INAI, eliminar a la agencia noticiosa del Estado, desaparecer Financiera Rural, hacer una compra multimillonaria de generadores de energía al enemigo con cargo al futuro de los mexicanos, mermar a la justicia electoral o promover cambiar la legislación para que los contratos gubernamentales tengan desproporcionada e irracional ventaja respecto a particulares”.
Así ocurre porque el proyecto de López Obrador no ha sido gobernar, sino trascender a partir de un cambio al que ha elevado a condición de gesta comparable a la independencia, la reforma y la revolución. Es un proceso político único. No es, como muchos suponen, la reinstalación del presidencialismo autoritario del pasado; va mucho más allá, es el providencialismo presidencial, un proyecto más próximo a la religión que a la política.
Esto implica la necesidad de entender presente y futuro fuera del código convencional de la política. El paradigma que suscribe el presidente López Obrador es inédito e impensable, pero con conexión a la visión que muchos mexicanos tienen de la política, del poder y del gobierno. La originalidad y el precario convencionalismo presidenciales permiten conectar con la amplia base social del obradorismo. Un presidente que actúa para ellos, para nadie más hay espacio discursivo. Más aún, reafirmar a los de casa, a los escogidos requiere confrontar y descalificar a los ajenos y con ello se crea un blindaje a las malas cuentas y a la crítica; también, moviliza política y electoralmente, aunque sea de modo marginal porque la magia viene del personaje, no del partido y es, además, intransferible.
El providencialismo presidencial se enmarca en una forma de guerra santa, de repudio intransigente que es lo que el infiel y la apostasía merecen, contrario de la perspectiva democrática que parte de la inclusión y de la coexistencia de las diferencias. Como en toda guerra, la verdad no es expresión de la realidad, nace de la necesidad del enfrentamiento. Verdad y propaganda son lo mismo porque así lo exige y justifica el proyecto. El objetivo mayor es la revolución de las conciencias; el terreno de batalla no es explícito ni visible, ocurre al interior de las personas, en el mundo complejo de las creencias, mitos, fantasías y fijaciones de muchos mexicanos.
La realidad “real” impone sus reglas y el tiempo es el adversario mayor de López Obrador. Todo se puede esperar; mientras, el Poder Judicial Federal se vuelve la última trinchera de contención a la pulsión autocrática del proyecto del régimen. El desenlace está a la vista. La continuidad es imposible y el costo emocional, económico y personal de la ficción obligará a la reconstrucción de lo mucho destruido y al retorno a lo de siempre, en un país más pobre, más dividido y seguramente más escéptico de sí mismo porque finalmente lo acontecido de alguna manera ha sido responsabilidad de todos, particularmente de quienes más poder tienen.