Teléfono rojo
López de Santa Anna y López Obrador
Juan Carlos González*
“El que no conoce la historia está condenado a repetirla”, frase atribuida a Confucio, a Cicerón y a Napoleón Bonaparte.
Escribo las siguientes líneas porque México, territorio de mis orígenes raciales y familiares, merece un destino realmente promisorio. ¡Estamos a tiempo para salvarlo!
Todo parecido con la realidad, dice vox populi, es mera coincidencia.
El famoso historiador Enrique Krauze, seguramente, debe saberlo. Hay un personaje de la política mexicana que tuvo, hace 141 años, unas ansias desquiciadas de venganza por destruir a sus enemigos y llevarse “entre las patas” a México.
En el siglo XIX fue 11 veces presidente del país. Se autonombró dictador en 1853 con el título de Alteza Serenísima y Dictador Vitalicio por Decreto Presidencial, y se veía a sí mismo como el Napoleón de América. Sus gobiernos, a lo largo de 22 años, tuvieron escasos avances políticos y económicos.
Ingresó muy joven en el Ejército Real de la Nueva España, contrariando con ello los designios paternos, y era capitán del ejército español cuando estalló en 1810 la insurrección anticolonial liderada por Miguel Hidalgo. A lo largo de aquella década, Santa Anna combatió a los independentistas desde el bando virreinal.
Desde el punto de vista ideológico, aunque apoyó en sus inicios a liberales y federalistas, es más exacto definir a tal personaje como un populista demagogo oportunista, carente de ideología. Ciertamente, su sed de poder fue inversamente proporcional a su coherencia, y jamás ningún escrúpulo le impidió cambiar de bando.
En 1828 se opuso a la elección de Manuel Gómez Pedraza como sucesor del presidente Guadalupe Victoria (1824-1829). Ayudó luego al vicepresidente de Guerrero, Anastasio Bustamante, a hacerse con la presidencia (1830-1832) y negoció luego su renuncia en favor del aspirante al que se había opuesto cuatro años antes, Manuel Gómez Pedraza (1832-1833). Este ininteligible reguero de intrigas y traiciones acompañó a tal personaje como una sombra y ha permitido definir su trayectoria política como un mero arribismo sin ideología.
Empezó gobernando con los federalistas anticlericales, permitiendo las reformas liberales de su vicepresidente, Valentín Gómez Farías; luego se alió con los conservadores, centralistas y católicos, con los que tenía mayor afinidad, y en 1835 suprimió el régimen federal, aplastando por la fuerza a sus defensores.
Durante la Guerra de los Pasteles (primera Intervención francesa en México, que tuvo lugar del 16 de abril de 1838 al 9 de marzo de 1839) perdió una pierna y mandó a hacer una ceremonia funeraria en honor a su miembro perdido.
Tal personaje asumió otra vez la presidencia durante unos meses en 1839 (por ausencia del presidente Anastasio Bustamante) y volvió a erigirse en dictador en 1841-1842, pero fue obligado a dejar el poder ante la desastrosa situación económica que provocó su gobierno.
Al estallar la guerra entre México y Estados Unidos por la anexión a este país de la antigua provincia mexicana de Texas (independiente desde 1836), tal personaje fue llamado por el presidente Valentín Gómez Farías y regresó de su exilio en Cuba para dirigir las hostilidades; durante la Guerra Mexicano-Estadounidense (1846-1848) volvería a ostentar la presidencia en 1847, en dos breves periodos.
Se negó desde el principio a negociar con Estados Unidos a pesar de su situación de inferioridad; los medios y organización del ejército mexicano eran obsoletos comparados con el estadounidense. Incapaz de frenar los avances norteamericanos, y perdiendo una batalla tras otra, provocó así la invasión estadounidense de Veracruz, Jalapa y Puebla (1846). En septiembre de 1847 evacuó la capital y, completamente derrotado, tuvo que aceptar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848), por el que México perdió casi la mitad de su territorio: a la definitiva pérdida de Texas hubo que sumar la de California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Colorado y UTAH.
Tal personaje partió otra vez al exilio, dejando atrás un país más empobrecido y con la misma inestabilidad política; los liberales ganaron posiciones, pero sus intentos de reforma no llegaban a buen término; las luchas políticas y los conflictos fronterizos se agudizaron. Llamado por los conservadores para hacer frente a la caótica situación, en 1853 regresó al país e inició un último mandato presidencial (1853-1855), que fue en realidad una dictadura personalista sin eufemismos. Dictó toda clase de impuestos en un vano intento de sanear las arcas públicas, amparó las corruptelas y persiguió a los opositores.
Exiliado en Colombia, tal personaje perdió definitivamente toda su influencia y poder político. Todavía volvió a México en dos ocasiones: la primera durante la ocupación francesa y el Imperio de Maximiliano I de México (1864-1867), que le hizo mariscal (también entonces intentó sin éxito recuperar el poder); y la última en 1874, cuando, después de la muerte de Benito Juárez, el presidente Sebastián Lerdo de Tejada autorizó su regreso a la patria.
Dicho personaje pasó sus últimos años en la Ciudad de México, paseando a veces por el Paseo de la Reforma, pobre, ciego y olvidado por todos.
Durante sus mandatos hizo y deshizo a su antojo y conveniencia. Con la misma facilidad que apostaba a “los gallos”, disolvía congresos, los volvía a instalar y cambiaba la forma de gobierno de federal a central sin el menor empacho.
Más que el cargo de vendepatrias que le asignó la historia oficial, por haber cedido parte del territorio nacional a Estados Unidos, su mayor culpa fue haber fomentado la división de la clase política, como hoy López Obrador ha dividido a la sociedad mexicana.
Durante su último periodo suprimió la libertad de prensa, canceló los derechos individuales y exilió a sus opositores, entre ellos a Melchor Ocampo y Benito Juárez. (¡Y ahora López Obrador se dice admirador del Benemérito de las Américas!).
Se autodedicó monumentos en todo el país, destinó los fondos de la hacienda pública al lujo y al derroche.
Cobró impuestos absurdos por la tenencia de perros, puertas y ventanas en las casas.
Su afán por enriquecerse le valió el apodo de “el quince uñas” (en México se le dice coloquialmente “uña” al que tiene inclinación a defraudar o hurtar).
El descontento del pueblo fue aumentando y una vez destituido no cejó en su intento de volver al poder.
Durante la intervención francesa quiso prestar sus servicios al segundo imperio, pero su ofrecimiento fue rechazado.
Murió en 1876 en la Ciudad de México, viejo, solo, despreciado y sin recursos.
El personaje es Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón. Cualquier semejanza con Andrés Manuel López Obrador, alias El Peje, AMLO, es mera coincidencia.
(Con información de Biografías y vidas, y Expansión en alianza con CNN).
*Escritor y periodista guerrerense.