
Designa Evelyn Salgado a nuevo titular de la Secretaría de la Juventud
ATOYAC, Gro., 24 de marzo de 2025.- El ruido dentado de una motosierra rasga el silencio de la selva cafetalera. El sol es un espectro que se trasluce tibio entre azulillos y guarumbos, donde una bandada de urracas grazna dando brincos entre las ramas, alterada por el estruendo ajeno del motor. Es mediodía y el aire es fresco y rebosante. El camino de tierra roja sigue un rastro de agujas de pino y bellotas de encino en cuya orilla algunos aún resisten. El rumor de un arroyo cercano lo acompaña. La carretera interestatal ha quedado muy atrás.
Desde esta ruta se puede llegar a cuatro pueblos o caseríos lejanos del ejido de San Vicente de Benítez, en plena sierra del municipio de Atoyac, en la región Costa Grande de Guerrero: San Vicentito, La Estancia, La Soledad, o El Estudio.
Es una vía que se abre en sus estribaciones hacia bosques de niebla, donde los ocotes y los encinos abundan y son la codicia de los saqueadores de madera. Los pobladores de acá así le llaman a los pinos: ocotes. Ambos son árboles longevos y aromáticos que pueden llegar a medir 40 metros de altura y tres metros de grosor.
Los camiones troceros que pasan furtivos, de noche y hasta muy de mañana por la cabecera de Atoyac, van dejando tras de sí su peculiar olor a resina. Cruzan repletos, con 20 o 26 metros cúbicos de madera en rollo. Es una caravana silenciosa e impune. No por el freno de motor que se oye a lo lejos, sino por el silencio que prefieren guardar acá ante el saqueo. No es para menos. Son los criminales de la región, “los de San Luis”, dicen acá, en presunta referencia al grupo delictivo Los Granados.
—Esos canijos llegaron a mi casa —dice Juan, un hombre de mediana edad de uno de estos pueblos, en alusión a los presuntos criminales— y me dijeron: ‘venimos a decirle que tiramos sus pinos allá arriba. Vaya para que los cuente. Se los vamos a pagar’.
Por “allá arriba” se refiere a La Peineta, así le llaman a la montaña de niebla que está entre todos estos caseríos. Se mira a lo lejos, a más de dos mil metros de altura. Aún es de un verde espeso con algunas claros rojos de la tierra que va quedando descubierta por la tala.
—¿Cuántos árboles le tiraron? —se le pregunta en el corredor de su casa donde las gallinas cloquean y un gallo canta, insistente y agudo. Su mujer escucha, callada, desde la cocina.
—Unos 60 —dice—. Bajaron tres troceros con mis ocotes. Por allá mira, por aquel claro. Pasan a lo lejos. Uno nomás los oye ya al atardecer.
—¿Cuánto le pagaron?
—La primera vez que vinieron me dijeron que me pagarían a 550 pesos el metro. Subí, conté los que habían tirado y me bajé. Aquél era un despedazadero. A la semana regresaron y el mismo canijo vino y me dijo: ‘venimos a cerrar el trato. Ya no le vamos pagar 550, le vamos a pagar a 500 pesos el metro’. Se metió hasta acá. Nos sentamos aquí mismo. Venía armado y otros lo esperaron allá afuera. Le dije que ese no había sido el trato. Me dijo que era madera de tercera, que estaba rajada y no sé qué tanto. Le alegué que no, que yo había subido y que mis árboles eran buenos, que su cortador fue el que no había hecho bien el trabajo. ‘Es eso’, dijo él y tuve que aceptar.
—¿Cuánto le dieron al final?
—Algo así como 25 mil pesos.
***
En Atoyac, la cabecera del municipio, a tres horas y media de donde está el ejido de Juan, el calor agobia. Atoyac es un municipio grande, de los mayores de esta región. En la parte baja pega con la costa y en la parte alta tiene bosques de niebla y selvas. El cultivo del café ha sido por décadas uno de los principales sustentos de los habitantes de la sierra. Allá arriba hacía un frío calador; acá, en la parte costera, hace calor.
Don Manuel vive a orilla de la carretera que sube a la sierra de San Vicente de Benítez. Es de noche y toma café con pan en su corredor. El reportero lo acompaña. Fue invitado para eso, para ver los camiones troceros que bajan sobre las 19 horas y hasta muy de mañana del siguiente día.
Don Manuel conoce del problema. Es un tema común. En el Zócalo, los ancianos cobijados en la sombra exigua de los árboles lo platican. En las fondas los comensales y en el mercadito central las marchantas. Es una preocupación cortante entre la población que no puede hacer más que lamentarse.
En la casa de don Manuel, este día, de noche ya, no hay que esperar mucho para oír el motor de los camiones que bajan cargados de troncos. Un patio de yacas, mangos y zapotes separa su corredor de la calle. Suena música de Los Brillantes de Costa Grande en algún lugar cercano, y ocho troceros cruzan de dos en dos, separados por entre 30 y 40 minutos. Frenan en cada tope. Hay uno justo frente a la casa de don Manuel. De las 8 a las .00 horas se contaron una docena de camiones. Muy de mañana, a eso de las 7, otros tres. Muy seguidos unos de otros.
Si en cada camión cabe un promedio de 20 metros cúbicos de madera en rollo, es decir, unos 20 pinos, se tuvieron que cortar alrededor de 300 para cargar estos 15 camiones troceros que bajaron en menos de 24 horas por la ciudad. La ecuación no es tan complicada si se toma en cuenta que un metro cúbico de madera en rollo equivale a un árbol, aunque también depende de su grosor y su altura.
—No bajan todos los días —dice don Manuel que está en su casa las tardes de regreso del trabajo—. Yo he puesto cuidado y veo que bajan tres o cuatro veces por semana.
Tampoco es que sea necesario poner tanta atención. El ruido y el olor a resina los delata. En cualquier caso, si bajan cada tercer día, bajan unas 10 veces por mes. Sólo hay que multiplicar: si la caravana de 15 camiones que pasó la tarde-noche-mañana por la casa de don Manuel se repite en estos intervalos, significa que en un mes se talan unos tres mil árboles para ser transportados.
—Sólo lo hacen en la secas —dice Juan, en el corredor de su casa, una perra brava olisquea, en referencia al periodo que no llueve. Los caminos acá se vuelven accidentados cuando no inaccesibles en temporada de lluvia. Así que los talamontes inician en noviembre-diciembre y paran en mayo-junio. Unos siete meses de tala equivale a unos 21 mil árboles tumbados, 21 mil metros cúbicos de madera en rollo.
—Es un ecocidio lo que están haciendo estos canijos allá arriba —dice Arturo García Jiménez, ingeniero agrónomo, en entrevista en su casa de Atoyac.
Un ecocidio de miles de pesos, además. El precio de la manera puesta en el aserradero, según datos de la Semarnat, es de dos mil 400 a tres mil 500 el metro cúbico a la venta, dependiendo de la calidad. Y se compra a pie, o sea, en el monte, a entre 800 y mil 500 pesos el metro cúbico. Si la ecuación se hace con el valor mínimo de venta, dos mil 400 pesos, equivaldría a 50.4 millones de pesos, en una buena temporada de tala.
***
La Semarnat está en el tercer piso del edificio Vicente Guerrero, en Chilpancingo. Es de los que llaman espacios inteligentes. Escritorios continuos dispuestos los unos con los otros. Algunas computadoras encendidas muestran gráficas de barras o tablas de Excel. Los empleados no están del todo cubiertos y se pueden ver entre sí o ser vistos por los jefes. Hay un pasillo apenas para caminar hacia la oficina del secretario Ángel Almazán Juárez. Hay poco ruido. Parece que el reloj no se detiene sino hasta pasadas las 15 horas.
Cuando se le platica de lo que ocurre en la sierra de Atoyac y se le muestran algunas fotos el secretario no lo niega. Acepta que se está talando de forma ilegal y no sólo en Atoyac. Está pasando en donde hay, lo que él llama, “macizos forestales”. Son al menos 100 mil hectáreas que abarcan 15 municipios de La Sierra de Guerrero. Dos por ciento de los 4.3 millones de hectáreas del área forestal total que no sólo es donde hay árboles maderables sino selvas, bosques medianos y otras áreas arbóreas, dice un documento de la Comisión Nacional Forestal.
Coyuca de Benítez, Atoyac, Tecpan, Petatlán, Zihuatanejo, en la Costa Grande. San Miguel Totolapan, Ajuchitlán, Coyuca de Catalán y Zirándaro, en Tierra Caliente. Heliodoro Castillo, Leonardo Bravo y Chilpancingo en la región Centro. En todos estos municipios se sabe de tala clandestina, dice el secretario. En Malinaltepec, Metlatónoc e Iliatenco en La Montaña, y en la parte alta de San Luis Acatlán, en la Costa Chica, ocurre en menor medida.
—¿Se tiene un cálculo de cuánta área se está deforestando de esta manera?
—No lo sabemos con precisión porque no sólo es la tala ilegal. También hay tala por la ampliación de la frontera agrícola y ganadera.
—¿Quiénes están talando de este modo, ustedes lo saben? —se le pregunta—. Es decir, allá en Atoyac los ejidatarios lo tienen bien claro. Ellos señalan a grupos criminales que llegan a comprarles sus árboles bajo amenaza.
—Así es —asienta sin añadir más. Su oficina es amplia. La entrevista se desarrolla en una mesa redonda con cinco sillas donde también está su directora de prensa, que toma nota. Su escritorio está frente a la puerta de acceso y atrás de este hay un ventanal luminoso con vista a la avenida Juárez de donde su secretaria se asoma de en vez en cuando, inquieta.
—¿Tienen algún plan para contrarrestarlo?
—Nosotros como Secretaría coordinamos el Consejo Forestal Estatal. Vamos a tener una reunión y uno de los temas que vamos a tratar es la tala ilegal. Vamos a invitar a la Sedena y a la Guardia Nacional, además tenemos una Policía Ecológica. Los vamos a capacitar para que puedan identificar la madera ilegal en retenes dispuestos para eso. Como ya te dije, ¿puedo hablarte de tu?, no sólo ocurre en Costa Grande, es un problema que tenemos en todo el estado.
Entonces dice que llevarán a agentes de la Fiscalía General del Estado, que retendrá a los camiones troceros, y que se consignará al Ministerio Público a los conductores si no comprueban que la madera procede de un ejido con permiso “de aprovechamiento forestal”. También dice que tendrán que estar presente los inspectores de la Profepa. Todo para “detener en lo posible la tala ilegal”, porque “ya no es clandestina. Lo hacen de manera abierta y a cualquier hora del día”.
—Y por otro lado están los aserraderos que compran esta madera. En Atoyac se conoce dónde. Diversos activistas señalan una finca llamada Los Coyotes.
—Vamos a verificar en las madererías qué madera es lícita y cuál ilícita, y a proceder en el transcurso de este mes. Tampoco podemos decir fechas ni nada porque sería alertar a los malandros.
El delegado de la Comisión Nacional Forestal, Calos Toledo Manzur, no es tan optimista. Entrevistado en su oficina en Chilpancingo, un espacio reducido con una mesita de madera en el centro, una cafetera encima de la que sólo él beberá, dice: “ese (la tala ilegal) es un tema de seguridad pública”. Los trabajadores, en su mayoría, parecen técnicos. Vestidos de pantalón de faena y chalecos de cazador. Hay pocos y hay poca actividad. El lugar es silencioso. Unos pinos exiguos asoman desde recibidor que está afuera. Al lado, un desplante de construcción luce abandonado. Será, cuando se retome, las nuevas oficinas. No se ve que haya mucho qué hacer aquí.
“Si me hubieran dicho que era para hablar de ese tema no te doy la entrevista”, dice relajado, sentado en su escritorio con un árbol bonsái de plástico como única decoración. Una bandera de México está a sus espaldas. Lo dice sin la mayor carga emocional, hasta un poco en broma, una vez que su asistente aclara que el delegado sólo dispondrá de 15 minutos.
—¿Por qué, delegado?
—Es un tema delicado ¿no? Está difícil. Todo mundo se expone.
—Pero usted es un funcionario federal. Está aquí. Se exponen allá los ejidatarios. Ellos están en primera línea y aún así mire…
—Sí, sí —dice y asiente con la cabeza. Luego calla un momento—. Yo lo que pienso es que ese tema es un tema, sobre todo, de seguridad pública. La Profepa trata de cumplir su papel muy heroicamente, pero tiene muy poco tamaño…
—¿Le faltan dientes?
—No, sí los tiene. Puede fincar sanciones, multas, expropiaciones. El problema es que es muy reducida. Tiene cinco inspectores para todo el estado. Imagínate, y con el problema de la tala ilegal encima —dice. Su zapato golpea insistente el piso bajo el escritorio. Bebe de su café en una tacita blanca que descansa sobre un plato a juego. El tiempo se acaba.
—¿Y no tiene un diagnóstico, al menos, un dato duro del volumen de lo que se tala, quién o quienes los hacen, quién compra la madera, cuánto dinero se mueve con la venta?
—No, no lo tenemos. Es muy difícil. De por sí es un fenómeno que existe de manera permanente. Ese diagnóstico le corresponde a inteligencia.
***
En Atoyac, el regidor de Ecología, Arturo Ríos Morales, piensa lo mismo. No lo dice pero prefiere no opinar al respecto. Dice que es un tema peligroso y que va el pellejo en ello. Se le pregunta si al menos lo considera un problema. Carraspea, tose, se para y escupe fuera de la ventana de su oficina vacía. Apenas un escritorio de madera, viejo y en desuso la ocupa. Luego dice, en tono grave:
—¡Lógico, mi amigo!
—¿Entonces, por qué voltear a ver a otro lado mientras los troceros pasan a unas cuadras de aquí?
—Porque estamos en una situación en la que como autoridad no podemos hacer nada —dice y zanja la entrevista.
El Ayuntamiento de Atoyac está en un espacio amplio y abierto. Las oficinas están donde antes era el campo militar del 27 Batallón, cercano a la carretera que sube a la sierra de San Vicente de Benítez. Donde eran los dormitorios de los oficiales ahora son los despachos. En uno de estos estaba el director de Ecología, Vladimir Cortés Martínez. Estaba. Hace al menos 15 días renunció y no han nombrado a su reemplazo. Atrás de un escritorio de madera bien barnizado, una secretaria dice que no sabe cuándo se nombrara.
A estas oficinas municipales también se le llama Ciudad de los Servicios o Casa del Pueblo, según el partido que gobierne, y en lugar de pasillos hay calles bien trazadas por donde almendros frondosos y palos de mango refrescan el aire caliente de las 12 horas. Por aquí circularon en la década de 1970 quién sabe qué cantidad de Hummer y Jeeps castrenses. Un funcionario municipal conoce del tema. Habla pero pide, insistente, no citar su nombre.
—Es la maña. Ellos comprometen a los comisariados a vender los pinos de sus núcleos agrarios —dice—. En El Cacao están comprando por hectáreas. Imagínate. En una hectárea cuántos pinos no debe haber. Son 18 mil metros cúbicos del macizo forestal de aquel ejido. Si en cada trocero bajan 20 metros cúbicos estamos hablando de 900 camiones.
—¿Y en dinero?
—Usted haga la cuenta…
—Dos millones 160 mil pesos —se le dice una vez que se hace la multiplicación en el celular.
—Imagínese. El problema —sigue diciendo y voltea a ver de un lado a otro— es que Semarnat (la federal) les ayuda a gestionar los permisos de “aprovechamiento” y la Guardia Nacional los deja pasar. Ahorita están bajando madera de Los Piloncillos, del ejido de Santiago de la Unión, y de las Delicias, hasta allá arriba, en El Paraíso.
El ejido de El Porvenir, cuyo pueblo está brecha adentro de la carretera interestatal que con-duce a San Vicente de Benítez, puede ser un ejemplo de resistencia. Es de los pocos núcleos agrarios que aún quedan más o menos sin presencia de talamontes. El comisariado, un hombre joven aunque de barba entrecana, de nombre Aníbal Castro, dice que no es por falta de aquellos sino porque su protección, hasta ahora, es que el ejido es una Área Destinada Voluntariamente a la Conservación y, además, reciben recursos federales por ello.
Eso se ve cuando se va de camino al pequeño poblado donde viven apenas unas cinco familias. A orilla de la carretera de tierra roja se yerguen pinos gigantes y, pegado en ellos, letreros del programa federal que los protege. “Acá no se caza ni una chuparrosa”, dice por mencionar a los colibríes. De los árboles ni hablar. “Sólo se pueden cortar cuando están secos o que les haya caído un rayo”.
—¿Desde cuándo están dentro de este programa?
—Desde hace unos 10 años.
—¿Cómo le hicieron? ¿Su modelo no lo pueden copiar los demás ejidos?
—El problema es que si hay tala ya no entran. No cumplen con ese requisito. Aunque los hay, hasta donde sé. Río Santiago (un poblado antes de llegar a San Vicente de Benítez) es un ejido que está dentro del programa y están trozando árboles.
—¿Y eso por qué?
—Porque algunos comisariados se dejan endulzar el oído. Pero es poquísimo lo que les dan.
—¿Cuánto?
—A veces no compran ni por árbol sino el monte completo. En El Salto (otro ejido de la sierra de Atoyac) les dieron cuatro mil pesos a todos los mayores de 18 años a cambio de cortar todo, parejo.
—Cómo le hicieron para entrar al programa de conservación, ¿se solicita ante Conafor?
—Así es. Hacen un estudio ambiental y si se cumple entras. Pero, además, nosotros tenemos especies endémicas: Jaguar, Jaguarundi, Onza. Aves como el colibrí coqueta. Hemos recibido capacitación para su preservación y monitoreo. Y estamos dentro de la reserva de la Biósfera Sierra Tecuani. Todo eso, conjugado, nos ha ayudado. Aunque sí, ya nos pidieron permiso para cruzar por el ejido, y en eso no hay cómo negarse.
—¿Y si se les pasa la motosierra?
—Yo les dije a los del consejo de vigilancia: ‘vayan y supervisen que no nos talen’.
***
En el camino de San Vicentito el rastro de las motosierras es evidente. No sólo es su ruido metálico que rompe el orden natural. A la orilla de la terracería trozos de pino dejados en las zonas de carga están a la vista. Las retroexcavadoras han abierto amplias brechas en la maleza para que los skidders arrastren la madera en rollo. Desde aquí, a lo lejos, también se ve el paso de las máquinas que han dejado vastas áreas desmontadas en las montañas de niebla.
Los dientes de la sierra muerden el árbol 10 mil veces por minuto. Su estridencia altera el entorno. El sonido proviene de un lugar impreciso. Se oye más como un eco distante que rebota en las faldas de los cerros y llega a esta calma verde donde las urracas se alertan entre brincos. Primero se oye atrás y conforme se avanza sobre la terracería se oye adelante. Parece un punto sin retorno, una carretera remota sin destino aparente. Los talamontes eligen estos lugares, distantes y marginales, donde la mano del Estado apenas y llega.
—Están presionando a todos los comisariados para vender sus ocotales —dice Juan desde su pueblo, en referencia a los criminales, que nunca llama con ese adjetivo—. Uno de ellos me platicó que fueron a intimidarlo, pero él habló con un señorón de San Luis y le dijo que lo estaban presionando. Aquel le respondió que nadie lo iba a obligar a vender. Que no se dejara apantallar y que dijera que ya había hablado con él. Eso le ayudó. No todos tienen esa oportunidad.
—Por qué no se solicitan entrar como área natural protegida, como El Porvenir —se le pregunta—. Hay recursos federales para los participantes y eso los ha protegido de alguna manera.
—El ejido de San Vicente estuvo. Entonces entraron los talamontes, y como dicen que el gobierno ve por satélite donde están trozando nos sacaron del programa. Pero el ejido estuvo.
—¿En qué momento los grupos del crimen se movieron hacia la tala ilegal? —se le pregunta a Arturo García Jiménez, cafeticultor conocedor de la zona. Su huerta la tiene justo en El Porvenir.
—Eso está más o menos claro. Cuando se vino la crisis de la goma de opio hace poco más de 10 años estos canijos empezaron a explotar maderas preciosas en La Sierra. Empezaron con el campicerán (un árbol apreciado por su color púrpura y sus excelentes propiedades físicas y mecánicas, lo que la hace ideal para la fabricación de instrumentos musicales finos, muebles y artesanías). Lo compraron todo y lo cortaron. Se sabe que lo sacaban por Lázaro Cárdenas hacia China. Y ahora están con el pino. Y también se lo van a acabar.
—¿Tanto así?
—Si siguen con este ritmo de tala, no lo dudo.
—¿Cuánto tarda en regenerarse un bosque?
—Para que sea maderable otra vez, es decir, para que pinos y encinos sean adultos, 80 años. Y eso si la explotación es sustentable. Es decir, que se corte y se resiembre. Pero eso no está ocurriendo allá arriba.
—¿Qué se necesita para salvar la situación? —se le pregunta a Octavio Climek, ambientalista e investigador de la Universidad Autónoma de Guerrero, en una cafetería dentro de Ciudad Universitaria en Chilpancingo.
—El problema se viene arrastrando desde hace 50 años porque con la forestal Vicente Guerrero se le acostumbró al ejidatario a vender su madera en pie a los rentistas que van por la máxima ganancia. Y se les debió enseñar cómo aprovechar ellos esos recursos.
—Pero ahora son otros actores los involucrados.
—Sí, los grupos de interés —dice en aparente referencia a los grupos criminales—, pero los campesinos venden o se ven obligados a vender sea quien sea el comprador. Antes eran los caciques, hoy hay otros actores, y ante eso Conafor no tiene el mandato ni los recursos suficientes para combatir la tala clandestina.
—¿Es un caso perdido?
—Te contesto con esto: no hay políticas forestales. Guerrero está muy atrasado en el manejo forestal, a diferencia de Oaxaca, Michoacán, Chihuahua o Durango. La salida que veo es empoderar a las comunidades.
—¿Cómo, ante el asedio de los grupos criminales?
—La gente se tiene que apropiar del uso del bosque acompañada de las instituciones del Estado. Tiene que ser capacitada, organizada, por ejemplo, por Conafor y otras instancias en la materia.
—¿Por dónde empezar? —el ruido característico de la cafetería de escuela impide por momentos escuchar con claridad su voz pausada.
—Debe ser una iniciativa integral. Dotar a Conafor de un mandato legal para combatir la tala ilegal, primero, y de recursos para que capacite y acompañe.