
Teléfono rojo
La decisión fue difícil. Me duele no respaldar a quienes en condiciones adversas pretenden rescatar lo que se pueda con perfiles profesionales que se colaron a la boleta u optaron por el “pase automático”, pero el tema rebasa por mucho al heroísmo de unos cuantos. Mis respetos para ellos y para quienes decidan acompañarlos, lejos de descalificarlos, cuentan con mi simpatía. Aunque discrepo, quisiera que, pese a la marcada desventaja con la que compiten, logren victorias. Sin embargo, incluso si tuvieran razón y ojalá la tengan, no podrían evitar lo que yo no puedo convalidar: la estocada definitiva del golpe de Estado institucional que acabó con la democracia en México.
Es verdad que, aun en condiciones adversas y sin garantías democráticas, las elecciones son instrumento privilegiado de movilización, concientización y expresión política. La participación en procesos inequitativos y controlados desde el gobierno, donde un partido ganaba casi todo y la oposición era testimonial, contribuyó a abrir el ostión del régimen autoritario en el siglo pasado y dar paso a la transición. Pero éste no es el caso porque no hay causa distinguible y contrastante que convoque y, para colmo, se invita a votar a ciegas; solo una muy pequeña parte de los electores conoce a los destinatarios de su voto. El panorama es difuso, confuso y caótico.
No compiten ideologías, ni programas de gobierno, ni representantes populares, sino correas de transmisión para someter políticamente a un poder formalmente independiente, cuya labor constitucional es hacer cumplir la ley. Es decir, se va a votar por lo que no debe votarse. El juzgador no tiene por qué ser popular, mucho a menos hacer compromisos a cambio de apoyo electoral. ¿Cómo sostener la imparcialidad del juez cuando se litigue contra quienes tienen favores que cobrar? No se necesita saberlo, la simple sospecha basta para que la parte perdedora se sienta ultrajada. Sin confianza en el sistema de justicia no puede haber Estado de derecho.
No niego que hay batallas perdidas que vale la pena dar, pero no necesariamente se deben librar en su terreno. En lugar de la quijotesca idea de competir en las urnas contra las aceitadas clientelas oficialistas en una elección de Estado poco concurrida, se puede documentar la inmensa cantidad de anomalías que habrá dentro y fuera de las casillas. Será una feria de acarreo en donde las tribus de Morena medirán fuerzas para hacerse de jueces, magistrados y ministros, así como de la presidencia de la SCJN. Es del dominio público que los partidos políticos tienen prohibidos participar, pero eso no los ha detenido ni los detendrá.
El inevitable caos por la lucha de caciques plasmada en incomprensibles boletas, ha dado pie a la expectativa de que algunas buenas candidaturas puedan ganar con el voto informado; la misma que tienen organizaciones criminales para entronar a los suyos, movilizando sus bases sociales que no son pocas ni pequeñas. Lo que luce como misión imposible es arrebatarle alguno de los cargos con mayor peso político que se votarán en todo el país: Suprema Corte, Tribunal de Disciplina y los dos magistrados del Tribunal Electoral, con todo y que el oficialismo juegue con distintas fichas.
En lugar de participar en el despropósito que degradará la justicia en México a niveles ínfimos al grito “de lo perdido lo que aparezca” sin muchas posibilidades de éxito, considero preferible exhibir a los tramposos. Ante la inocultable ignorancia de las candidaturas y lo estrambótico de las boletas, se verán obligados a entregar masivamente acordeones a las clientelas movilizadas, conculcando el voto libre y secreto. La liebre de los delitos electorales saltará por todos lados porque se saben impunes. Además, la incertidumbre sobre los resultados -siendo que los ciudadanos no contarán los votos, las boletas sobrantes no se inutilizarán y los cómputos tardarán diez días- hará resurgir con fuerza el fantasma del fraude.
No olvidemos que la reforma judicial fue aprobada por una espuria mayoría calificada, distorsión inconstitucional de la representación popular. No votar en la elección que acabará con la división de poderes es una forma legítima de protestar contra la autocracia golpista.