Médula
La Navidad: Una celebración de fe, esperanza y amor que trasciende el tiempo
Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Envangelio según San Juan 8:12
Cada año, cuando diciembre envuelve al mundo con su manto de luces y canciones, la Navidad llega como un recordatorio de lo sagrado, lo humano y lo trascendente. Sin embargo, al adentrarnos en las raíces históricas de esta festividad, encontramos una verdad interesante: Jesús probablemente no nació un 25 de diciembre. Fue en el año 325 d.C., durante el Concilio de Nicea, cuando esta fecha fue establecida oficialmente. No porque representara el día exacto de su nacimiento, sino porque, en un mundo dividido, los líderes cristianos buscaron unificar la fe en torno a una fecha significativa, coincidiendo con antiguas celebraciones paganas del solsticio de invierno. La idea era clara: el nacimiento de Cristo debía simbolizar la llegada de la luz en medio de la oscuridad.
Aunque la verdadera fecha del nacimiento de Jesús sigue siendo un misterio, lo que importa no es tanto el día exacto, sino el impacto eterno de su llegada al mundo. Un impacto que comenzó de la manera más humilde, en un pesebre, bajo la mirada de una joven madre, María, y un hombre justo, José. Un niño cuya vida cambiaría la historia para siempre.
A lo largo de la historia, pocos grupos han dejado una huella tan profunda como los doce apóstoles y las dos Marías: la Virgen María y María Magdalena. Ellos, hombres y mujeres comunes, sin poder ni influencia, fueron los instrumentos que Dios eligió para llevar el mensaje de amor y redención al mundo. La Virgen María, con su “sí” lleno de valentía, nos enseñó que la fe puede abrir caminos que parecen imposibles. Su maternidad no fue solo biológica, sino espiritual; al aceptar ser la madre de Jesús, se convirtió en la madre de todos los creyentes.
Por otro lado, María Magdalena, muchas veces incomprendida y juzgada a lo largo de los siglos, fue un ejemplo de transformación y devoción. Como la primera en ver a Jesús resucitado, se convirtió en la apóstol de los apóstoles, llevando el mensaje de esperanza en un mundo que estaba cambiando.
Los doce apóstoles, hombres de orígenes humildes —pescadores, recaudadores de impuestos y hombres de fe titubeante—, también representan el poder transformador de la fe. No eran perfectos; dudaron, temieron e incluso traicionaron. Pero, al final, dedicaron sus vidas a proclamar el mensaje de Jesús. No lo hicieron con ejércitos ni riquezas, sino con palabras, obras y, a menudo, con su sangre.
Su misión no fue fácil, pero su legado es innegable. Hoy, más de 2,000 millones de personas en todo el mundo profesan la fe cristiana, una fe que nació de su testimonio. Ellos, junto con las dos Marías, sembraron las semillas de un movimiento que no solo cambió religiones, sino también culturas, filosofías y sociedades enteras. Sus acciones llevaron a la creación de hospitales, escuelas y sistemas de ayuda para los más necesitados. Inspiraron obras de arte, música y literatura que todavía nos conmueven.
Pero, sobre todo, nos recordaron que el amor y la caridad son la esencia del mensaje cristiano. La Navidad, entonces, no es solo una celebración del nacimiento de Jesús; es un llamado a recordar lo que Él representa: amor incondicional, esperanza en medio de la adversidad y la invitación a vivir con caridad hacia los demás. En un mundo marcado por divisiones, guerras y desigualdades, el mensaje de los ángeles en aquella noche santa sigue resonando: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
Es fácil dejarse atrapar por el consumismo y las trivialidades que a menudo rodean estas fechas. Pero la Navidad no se encuentra en los regalos bajo el árbol ni en las luces que decoran las calles. Está en el abrazo sincero, en el perdón que damos y recibimos, y en el pequeño acto de bondad que puede transformar el día de alguien. Está en compartir una mesa, en tender una mano al necesitado y en recordar que todos somos hijos del mismo Padre.
Como creyente, celebro la Navidad no solo como un día en el calendario, sino como una oportunidad para renovar mi fe en un mundo mejor. Un mundo donde el amor sea la fuerza que nos impulse, la esperanza sea la luz que nos guíe, y la caridad sea el puente que nos una. Porque, al final, la Navidad no es solo un evento histórico; es una actitud del corazón.
Este año, al mirar el pesebre y contemplar al Niño Jesús, recordemos que su nacimiento es una invitación a transformar nuestras vidas. Así como doce hombres y dos mujeres cambiaron al mundo con su fe y dedicación, nosotros también podemos dejar una huella, por pequeña que parezca, si vivimos con amor y para el amor. Que esta Navidad sea un tiempo de reconciliación, alegría y generosidad. Que recordemos que el verdadero regalo no está envuelto en papel, sino en los actos de amor que hacemos los unos por los otros. Y que, en cada rincón del mundo, resuene el mensaje eterno de Jesús: Ama a tu prójimo como a ti mismo.
Porque, al final, la Navidad no es solo una celebración; es el amor en acción. Y en ese amor, encontramos la fe, la esperanza y la paz que tanto anhelamos.
No importa si somos creyentes o no, la Navidad tiene un poder especial que trasciende credos y tradiciones. Es un tiempo en el que nuestros corazones se abren y nos volvemos más conscientes de las necesidades y alegrías de quienes nos rodean. Algo en el aire —quizás el calor de las luces, las sonrisas compartidas o el deseo de cerrar el año con esperanza— nos invita a ser más generosos, más comprensivos y más humanos. El espíritu de la Navidad nos recuerda que, al final, todos buscamos lo mismo: amor, conexión y paz. Es un momento para abrazar nuestras diferencias y encontrar aquello que nos une, recordando que el mayor regalo que podemos ofrecer es nuestra bondad. La magia de diciembre no se limita únicamente a la celebración de la Navidad. En este mes, distintas culturas y tradiciones se entrelazan, recordándonos la riqueza de nuestra humanidad compartida. Las Saturnales, aquellas antiguas festividades romanas dedicadas a Saturno, celebraban el solsticio de invierno con alegría, banquetes y un espíritu de renovación. En el judaísmo, Janucá ilumina los hogares con las llamas de la menorá, conmemorando el milagro de la luz y la victoria de la esperanza sobre la adversidad. Incluso el fin de año, independientemente de creencias religiosas, simboliza un momento de cierre y nuevos comienzos, una pausa para reflexionar sobre el camino recorrido y renovar nuestras metas para el año venidero. Todas estas celebraciones, con sus luces, sus mensajes y sus esperanzas, tienen un denominador común: unir a las personas y recordarnos que, incluso en la oscuridad más profunda, siempre hay lugar para la luz y la renovación.
Felices fiestas a todos, en cualquiera de las formas en las que celebren este tiempo de unión y esperanza. Que el 2025 traiga nuevos comienzos, más amor y mucha paz para el mundo. ¡Abracemos el espíritu que nos une!
Felices fiestas a todos. Que la luz de la Navidad llene sus hogares de amor, sus corazones de esperanza y sus días de alegría. ¡Paz y felicidad para todos!
Que esta Navidad, todos juntos, logremos generar, nuestras propuestas y soluciones para el año nuevo 2025.
Enhorabuena.
JLG