
En la crisis aparece el carácter de la estadista
Guerra Arancelaria, error
El hombre es un animal político por naturaleza”. Aristóteles
La estupidez de la guerra arancelaria: cuando los gobiernos disparan contra su propia gente
Si hay algo que la historia ha demostrado una y otra vez, es que las guerras comerciales son un juego de perdedores. Aumentar aranceles con la esperanza de dañar a otro país es como tratar de escupir contra el viento: la saliva siempre termina cayendo sobre uno mismo. Sin embargo, algunos líderes mundiales—con su mezcla de arrogancia, ignorancia económica y sed de poder—siguen jugando esta carta con la misma torpeza con la que un matón de escuela roba almuerzos en el recreo.
Donald Trump, presidente de Estados Unidos y maestro en el arte de la bravuconería, llevó esta estrategia a niveles absurdos. Su guerra arancelaria contra China, la Unión Europea y otros países no solo fracasó en su intento de “hacer a América grande otra vez”, sino que encareció los productos para los propios estadounidenses. Porque, ¿quién paga el precio cuando un gobierno decide poner un arancel del 25% a un producto importado? No es el país exportador, sino los ciudadanos de la nación que impone la medida.
Pongámoslo en términos simples: si un gobierno decide que cualquier auto importado debe pagar un impuesto más alto, el concesionario no absorberá esa pérdida. Lo trasladará al consumidor. Es decir, los ciudadanos terminan pagando más por los mismos productos y con menos opciones en el mercado.
Pero Trump no solo demostró ser un maestro en la estupidez económica; también hizo gala de su arrogancia en la arena política internacional. Su desafortunado encuentro con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en el Salón Oval, fue un espectáculo bochornoso. En ese entonces, Trump intentó usar su poder como presidente para presionar a Zelenski. Este acto de abuso de poder dejó claro ante la comunidad internacional que, lejos de ser un líder astuto, era más bien un niño caprichoso dispuesto a extorsionar para salirse con la suya.
El problema de personajes como Trump no es solo su torpeza estratégica, sino el daño colateral que dejan a su paso. Las guerras comerciales, como la que él promovió, afectan directamente a los trabajadores, a los consumidores y a las pequeñas empresas, mientras que los grandes empresarios con conexiones políticas siempre encuentran la manera de esquivar las consecuencias.
A la luz de todo esto, queda claro que la guerra arancelaria no es más que un ejercicio de estupidez disfrazado de patriotismo económico. Y como suele pasar, quienes pagan los platos rotos no son los políticos que toman estas decisiones desde sus despachos de lujo, sino la gente común, esa misma a la que dicen representar.
El único que celebró el desencuentro en el salón oval, entre Ucrania y USA, fue Vladimir Putin.
Si hay un dictador que ha perfeccionado el arte del autoritarismo disfrazado de democracia, ese es Vladimir Putin. Con más de dos décadas en el poder, ha convertido a Rusia en un Estado donde la represión es la norma, la oposición es perseguida y la libertad de expresión es un delito de alto riesgo. Su mandato no es más que una farsa democrática sostenida por elecciones manipuladas, un aparato propagandístico al estilo soviético y el uso sistemático de la violencia para silenciar a quienes osan desafiar su reinado.
Desde el año 2000, Putin ha consolidado su poder con estrategias dignas de un zar moderno. Modificó la Constitución para prolongar su mandato, eliminó a la prensa independiente y utilizó al aparato estatal para deshacerse de opositores. El envenenamiento de Alexéi Navalni y su posterior encarcelamiento es solo uno de los ejemplos más descarados de su intolerancia a la disidencia. La muerte de periodistas, activistas y políticos que se atrevieron a enfrentarlo no es coincidencia; es el resultado de un régimen donde el asesinato político es una herramienta de gobierno.
Pero su dictadura no se ha limitado a Rusia. Putin es un peligro para el mundo entero. Su invasión de Ucrania en 2022 dejó claro que no solo es un déspota dentro de su país, sino un agresor internacional. Su guerra, justificada con absurdas excusas de “desnazificación”, no es más que un intento desesperado por restaurar la influencia imperialista de Rusia a costa de miles de vidas inocentes. Bombardeos a civiles, crímenes de guerra y desplazamientos forzados son la marca de su legado sangriento.
Putin no es un líder fuerte, como algunos lo pintan. Es un cobarde que necesita del miedo y la fuerza bruta para sostenerse en el poder. Su régimen es una mancha en la historia de Rusia y una amenaza constante para el mundo. Y como todos los dictadores, su fin llegará; la única pregunta es cuánta sangre más tendrá en sus manos cuando eso suceda.
Ojalá que entiendan, tiros y troyanos, que solamente Juntos, Logramos Generar: Propuestas y Soluciones.
JLG