Sin mucho ruido
Para algunos la peor versión de Andrés Manuel López Obrador es la de una persona anulada por su temperamento; de sus vísceras, que lo dominan, deriva mucho lo que piensa, dice y hace. Para otros, el ahora Presidente es un calculador, un estratega gobernado por sus pretensiones de trascendencia y ambiciones electorales. Así, para el consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, la iniciativa de reforma constitucional en materia electoral está hecha con el hígado; otros, afines y contrarios lo entienden como un diseño para abonar a la polarización con miras a la elección de 2024. La contrarreforma eléctrica tuvo en los opositores sus traidores a la patria; la contrarreforma electoral, sus traidores a la democracia.
Como todas las personas, a López Obrador lo gobiernan sus emociones y sus razones. Sin embargo, en él la originalidad está en sus fijaciones, sus creencias inamovibles. Él de sí mismo dice ser muy terco que en la oposición puede ser virtud; ya en el poder, si no se administra, es un grave defecto. Pero, no sólo es perseverante y decidido (terco), también le acompaña la desconfianza, que le genera reservas sobre las razones de la crítica y sobre quienes no comparten sus ideas o proyectos; y la soberbia moral, que lo lleva al desdén a los demás y a un sentido de superioridad que le hace fustigar con exceso a quien no coincide.
De López Obrador no se puede soslayar su olfato político respecto a lo que la gente siente y quiere, dándole una singular eficacia comunicacional y, en su momento, electoral. Por ejemplo, hacer del gasto excesivo argumento para revertir buena parte de los avances de la democracia, para muchos mexicanos es un tema fundamental, más si se adereza con la bien documentada historia de abuso y derroche que ha caracterizado a la clase política.
La empatía social hacia López Obrador tiene un fuerte contenido emocional. Lo que está de por medio no son razones, son emociones. Esto es lo que le ha dado un excepcional blindaje ante los pésimos resultados de su desempeño en el poder, al que los excesos y el abuso se asocian a ese autoritario anhelo del presidente providencial; es decir, la grandeza nacional y un promisorio porvenir no resultan de un sistema o régimen, sino de un presidente, un líder poderoso, sin límites, que trabaje por el bienestar de los mexicanos, especialmente, de los más pobres.
De esta manera es explicable que el actual proyecto se domicilie en el santuario de las intenciones. En su narrativa, por el momento no hay buenos resultados por la herencia maldita del pasado conservador y neoliberal -una contradicción resuelta a partir de la connotación negativa de ambos-; por el obstruccionismo de los “adversarios” que en realidad son enemigos, traidores a la patria, corruptos y ahora opuestos a la auténtica democracia. La lista es variada: periodistas independientes o críticos; la oposición en su conjunto; titulares de órganos autónomos; ecologistas y académicos; jueces, magistrados y ministros; empresas y gobiernos extranjeros que pretenden continuar con la política corruptora y el saqueo de la riqueza nacional.
En un sentido estrecho, López Obrador ha sido eficaz; estrecho porque es electoral y su medida es la popularidad; en un sentido histórico es un amplio fracaso, nada hay para documentar que no sean sólo pretensiones. Economía, seguridad, educación, salud, libertades, legalidad, probidad del servicio público, desarrollo político, calidad de gobierno o bienestar registran un serio retroceso.
Nuestra época no sólo remite a las inconsistencias y limitaciones de un seductor de la patria, sino a las características propias de la sociedad mexicana. En muchos sentidos, la visión autoritaria del presidente -por cálculo o fijación- se corresponde en buena parte a la de los mexicanos; en ello no poco juega el oportunismo y la pequeñez de las élites. Una sociedad indefensa ante el abuso del poder por la fragilidad de sus anticuerpos.