En el juego
Fernando Belaunzarán
Los augurios de confrontación eran muy parecidos en 2018 y no sucedieron. En campaña, López Obrador aseguraba que le enseñaría a Donald Trump a respetar a México y que respondería cada tuit que lanzara contra el país y sus migrantes. De hecho, escribió un libro en el que lo cuestionaba con dureza, rechazando el Muro, denunciando su racismo y advirtiendo rasgos fascistas. Pero, una vez que resultó electo, cambió radicalmente. Ya como presidente se jactaba de su amistad, acudió a la Casa Blanca sabiendo que esa visita sería usada para favorecer la campaña reeleccionista y se rehusó a reconocer la victoria de Joe Biden en 2020 hasta que no le quedó de otra.
Como el propio AMLO le escribió antes de tomar posesión, se reconoció con el entonces presidente norteamericano: “En cuanto a lo político, me anima el hecho de que ambos sabemos cumplir lo que decimos y hemos enfrentado la adversidad con éxito. Conseguimos poner a nuestros votantes y ciudadanos al centro y desplazar al establishment o régimen predominante”. No lo dijo de dientes para fuera, al contrario, entendió que su identidad era más profunda, incluso personal y psicológica; por eso decidió tratarlo como a él le gusta que lo traten: con halagos y asintiendo sin reparos.
El episodio es muy conocido. A finales de mayo de 2019, Trump amenazó con imponer aranceles a los productos mexicanos si no detenían el flujo migratorio, lo que hubiera sido una clara violación al recién acordado T-MEC. Había opciones jurídicas, políticas y comerciales para enfrentar la amenaza, en ese tenor Marcelo Ebrard se reunió en Washington con Nancy Pelosi, entonces presidenta de la Cámara de Representantes; pero López Obrador decidió conceder de inmediato todas las exigencias del mandatario norteamericano.
AMLO no solo accedió a desplegar 28 mil militares para sellar la frontera y perseguir migrantes, también aceptó recibir a miles de solicitantes de asilo en lo que se resolvían sus juicios, convirtiendo a México, en los hechos, en “tercer país seguro”. Por eso, cinco años después, siendo por tercera ocasión candidato del Partido Republicano, Trump se seguía regodeando con jactancia en sus mítines al recordar que “nunca había visto a nadie doblarse de esa manera”.
Pero una vez que estableció quién mandaba en la relación bilateral e impuso sus condiciones “sin pagar un dólar”, le concedió al entonces presidente mexicano un trato deferente. Le llama públicamente “mi amigo socialista” y, más en confianza, “Juan Trump”, haciendo patente que la identificación es recíproca. Pero lo más significativo fue hacerle el favor de detener el proceso penal del general Salvador Cienfuegos en Estados Unidos y regresarlo a México. Amor con amor se paga.
La historia viene a cuento porque muchos dan por sentado que habrá un encontronazo del recién reelecto con la nueva presidenta, pero ella podría tomar el camino de su antecesor y aceptar sin chistar lo que le pida en cuanto se instale de nuevo en la Casa Blanca. El problema, ciertamente, es que, si tomamos en serio todo lo que ha adelantado, resultaría significativamente más complicado y oneroso. A Donald Trump no le interesan la democracia ni la libertad en México, pero sí la migración, el comercio y el trafico de drogas por la frontera, especialmente el fentanilo. Anuncia deportaciones masivas de migrantes, siendo que no hay condiciones mínimas para recibirlos; amaga con medidas proteccionistas, adelantando que quiere renegociar el T_MEC; e insiste en la propuesta de declarar a los cárteles organizaciones terroristas, manteniendo la amenaza de realizar operaciones militares contra ellos en territorio mexicano.
Falta ver qué tanto pretende cumplir de sus promesas de campaña, pero Claudia Sheinbaum tiene algo más a su favor. Está acostumbrada a tratar con un megalómano, mitómano y narcisista que alucina fraudes electorales cuando pierde, viola la ley con impunidad, no soporta los contrapesos, es dado a los caprichos y arrebatos, tiende a la venganza personal mediante los instrumentos del Estado y recurre a la extorsión para doblar adversarios… bueno, hasta la designó como su sucesora formal. Además, es inocultable la rusofilia del régimen obradorista, algo que comparte con las dictaduras bolivarianas, y es notorio que uno de los ganadores en la elección de Estados Unidos es Vladimir Putin.
Hay quienes piensan que Sheinbaum puede recurrir a la carta nacionalista y envolverse en la bandera para usar al poderoso adversario externo como elemento de cohesión y propaganda que le permita transitar con gobernabilidad y popularidad el duro trance de una situación económica difícil en medio de ruinas institucionales, pero hasta eso se puede pactar. Veremos.