Sin mucho ruido
En esta tierra nadie es profeta
Hace once años en esta columna, comenté que si el Mesías llegara a México, el mismísimo hijo de Dios, con el encargo de traernos paz y liberarnos de nuestros opresores, su aparición tendría que ser espectacular, como descender levitando por un halo luminoso o algo parecido, una onda metafísica y divina pues, si quería convencernos de ser quien decía ser, considerando el sospechosismo que desde entonces infectaba la conciencia colectiva.
Pero si el Mesías apareciera este año, tendría que esforzarse mucho más para ganarse siquiera el beneficio de la duda. Para empezar, además de una aparición espectacular debería presentar un acta de nacimiento firmada por su progenitor todo poderoso y San Pedro como testigo, y su credencial de identidad con fotografía reciente (la del INE, por ejemplo), de preferencia sin barba, pelo largo, gorra y lentes obscuros.
Es que ahora, aun cumpliendo los requisitos anteriores, en cuanto la especie circulara en las redes sociales, surgirían cualquier cantidad de especulaciones, rumores, chismes, memes y fake news, desacreditando la versión y pitorreándose del autoproclamado primogénito y presunto enviado del mero mero de hasta arriba.
Unos dirían que era una cortina de humo del gobierno de Peña Nieto con el propósito de distraer al pueblo; otros, denunciarían que el fulano era personero de López Obrador para meterlo de candidato plurinominal al Senado, y conjurar cualquier intento de compló de la mafia del poder.
Otros más sostendrían que era una estrategia mercadológica de Ricardo Anaya dirigida a los grupos más conservadores del PAN; también habría quienes dirían que era un sofisticado montaje de Carlos Salinas y el jefe Diego, para manipular la elección a favor de Meade; algunos hasta especularían que el presunto Mesías era el personaje principal de un nuevo reality show, una superproducción de Televisa para recuperar patrocinadores y salvarse de la quiebra.
Y sepa la bola qué otras ocurrencias, tan o más febriles que las anteriores, convertirían la llegada del Mesías en el trending topic más popular de la historia. Lo entrevistarían todos los medios, sería la nota principal de la prensa nacional y regional, y el tema favorito de las audiencias, pero más pronto que tarde, el susodicho perdería fama, interés y actualidad, para ser olvidado en menos de tres semanas por el interminable reciclaje de temas virales.
El Mesías regresaría súper agüitado, sin haber cumplido el encargo divino. Seguramente le platicaría a su Dios padre y nuestro señor los avatares de su viaje. Entre otras cosas, le diría que a pesar de que los problemas colectivos aplastaban a todos por igual, los mexicanos seguían atorados en sus conflictos particulares. Que la mayoría estaba irritada, impaciente, harta, dividida, enfrentada, que no creían en nada y desconfiaban de todo.
Le explicaría que la culpa había sido de los políticos y sus partidos en guerra por el poder. Que uno de los candidatos a la presidencia sufría delirios mesiánicos, pero que sus dos adversarios principales también presumían ser los únicos capaces de llevar la paz y liberar a la gente de sus opresores. Y que lo peor, era que ninguno convencía ni convocaba a más de la mitad de los habitantes.
“Nunca se la creyeron, apá”, le diría atribulado el Mesías a su padre. “No se apure mijo, ya me habían platicado que así eran en ese país. Que veían la procesión, pero ni así se hincaban”, le respondería para consolarlo.
Después, se sentarían sobre alguna nube y mirarían el horizonte celestial, ambos meditabundos y melancólicos. “¿Tan mal pinta la cosa?”, murmuraría el padre. El hijo asentiría sin hablar. Entonces, luego de un largo suspiro, Dios concluiría la conversación resignado: “Mijo, creo que no nos queda más que orar unidos por la salvación eterna de nuestros extraviados corderos”.
Amen, repiten a diario muchos feisbuqueros, como si los oyeran.