Teléfono rojo
Más celebración, menos funeral
Aunque en México la celebración del Día de Muertos varía de región a región, todas mantienen principios comunes, reunir a la familia para colocar altares y ofrendas, visitar el cementerio y arreglar las tumbas, y sentarse a la mesa para compartir los alimentos que, tras las ofrendas, han perdido aroma y sabor, pues los difuntos se han llevado su esencia.
Rituales y ceremonias que invitan a la reflexión, a la búsqueda de respuestas para lo que causa incertidumbre, temor y dolor. Pero en estos tiempos y por estos lares, la esencia de las víctimas de la violencia se conserva fresca en la memoria de sus familias, y de los que anhelamos respuestas y la reconstrucción de la paz.
Por lo mismo, aunque haya poco que celebrar, la ocasión al menos obliga a reflexionar sobre las principales causas de incertidumbre, temor y dolor: los feminicidios.
Que sirva pues esta entrega para honrar a nuestras muertas, y celebrar a las vivas, una pequeña ofrenda que invite a reflexionar de manera introspectiva y autocrítica, en busca de respuestas más objetivas y convincentes, apelando más a la razón que a las emociones.
El problema de los feminicidios no es la lengua de un obispo, ni que el arzobispo de Xalapa Hipólito Reyes diga que las madres solteras son “una plaga”.
Tampoco que el priísta Alejandro García Ruíz afirme que “las leyes como las mujeres, se hicieron para violarlas”, o que el panista Francisco Kiko Vega considere que “las mujeres están rebuenas para cuidar a los niños y atender la casa”, ni que el morenista Gerardo Fernández Noroña sostenga que Ruth Zavaleta reconoció presidente a Felipe Calderón porque “aflojó el cuerpo”.
El problema no es que Peña Nieto ignore el precio de las tortillas porque “no es la señora de la casa”, que Vicente Fox aclare que “el 75 por ciento de los hogares mexicanos tienen una lavadora, y no de dos patas o de dos piernas”, o que para AMLO el aborto y el matrimonio igualitario no sean temas “tan importantes”.
El problema, aunque muchos juremos y perjuremos que no somos misóginos como los obispos y los políticos, sobran datos, estadísticas e investigaciones que demuestran, aunque no queramos aceptarlo, que muchos pensamos y actuamos igual que ellos.
Por ejemplo, la Fundación Thomsom Reuters ubica a México en el puesto 15 de 19 países con mayor violencia física y sexual contra las mujeres, debido al machismo. La fundación destaca que “las excepciones o avances no han logrado hasta ahora extirpar el machismo, enquistado en una sociedad en la que dos de cada cinco mujeres casadas tienen que pedir permiso a sus maridos para salir solas de día y en la que dos tercios ha sufrido algún tipo de violencia doméstica”.
De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), de las 57 millones 481 mil 307 mujeres que hay en México, nueve de cada diez dicen que hay discriminación hacia ellas por parte de la sociedad en general.
Y el doctor René Jiménez Ornelas, del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, afirma que el problema del machismo y la violencia contra las mujeres se debe a una “misoginia social”, que el verdadero problema somos todos, y que la misoginia existe en todos los escalafones de la sociedad mexicana, por el simple hecho de ser mujeres.
Ninguna verdad peca, pero pocas incomodan tanto como esta.
A pesar de los avances tecnológicos y el empoderamiento ciudadano, en este milenio, como el anterior, las nuevas generaciones siguen creciendo en una sociedad en donde las niñas no son respetadas. Mientras que los niños aprenden a mandar y controlar a las mujeres, a las niñas se les enseña a servir, a mantenerse quietas y sumisas.
Aunque la minimización del rol femenino no genera necesariamente odio a las mujeres, sí promueve la desigualdad. La misoginia brota cuando esas prácticas se normalizan en una comunidad y trascienden a la crianza de los hijos.
Por eso, la tarea educativa en el seno familiar es clave. No basta con tener más policías, reformar leyes y códigos penales, endurecer penas y castigos, establecer políticas públicas y crear programas de gobierno. Todas, sin duda, necesidades indispensables para combatir y prevenir feminicidios y violencia contra las mujeres, pero insuficientes para erradicar las causas.
Hoy más que nunca, es tiempo de honrar en serio a las mujeres, de cambiar sumisión y control por empatía y equidad. De lo contrario, si seguimos señalando en otros la culpa del problema y eludiendo la propia, el Día de Muertos será más un funeral que una celebración.