México ante su mayor amenaza
El miedo en los tiempos de la peste en Costa Chica
No hace más de 50 años, la peste rutinaria, anual, azotaba con toda su crueldad a los habitantes de la Costa Chica. El miedo a la muerte se metía en lo más profundo de nuestro ser y buscábamos a los brujos, los curanderos y a los rezanderos buscando salvación.
Este mal no respetaba a nadie, ni a los seres humanos, ni a los animales o aves de corral. La peste acababa con cuches y gallinas que disparaban su precio en el mercado después de la crisis, en una especie de bolsa de valores, donde los tiburones del dinero veían incrementar sus fortunas a costa del miedo y la enfermedad, por lo general, de los más pobres.
Después de la peste muchos quedaban en ruinas, otros gordos y ricos. Ante la escasez, había que ir a otros pueblos a buscar crías para repoblar los chiqueros, los gallineros y los establos.
El vuelo infecto de la fiebre sobre poblaciones completas como langosta, cortaba vidas, mutilaba cuerpos y dejaba marcas físicas y psicológicas para nunca olvidar.
Los vientos fríos de diciembre que levantaban polvaredas en los llanos nada bueno podían traer, vaticinaba la güera Eustolia, mi sabia bisabuela, alentada en sus predicciones siempre con una copita de aguardiente en el cuerpo “no salgan que esos aires son pura enfermedad”. Y a guardarse todos para no adquirir la peste.
Mi tío Giver Peña, primo segundo de mi padre, desde que lo recuerdo tuvo la cara “pichanchuda”, como chirmolera de piedra. Su rostro blanco y colorado de un gigantón de casi dos metros quedó marcado por la peste de la viruela que año con año atacaba a los niños, los que no morían por la infección y las temperaturas, marcados de la piel de por vida quedaban inmunizados.
Dice mi padre que muchas niñas bonitas vieron arruinada su belleza física a la que a muchos hombres sucumbieron, ya hechas unas mujeres adultas, poco les importó la marca de la enfermedad en el cuerpo y las esposaron de por vida.
Yo conocí a varias tías, altas, delgadas, de rasgos finos, hermosas y con rostro picado por esta enfermedad infecciosa y contagiosa, que cuando estaban con extraños cubrían su rostro con la mantilla negra o el reboso.
El mal era causada por un virus que se caracterizaba por provocar fiebre y la aparición de ampollas de pus, cuenta un doloroso episodio en la vida de quien sufrió el mal.
Y antes que los médicos con la ciencia bajo el brazo y el baumanómetro llegaran al pueblo, los enfermos eran curados con velas de cebo caliente que se untaba cuidadosamente por las laceraciones en la piel de los afectados que se quejaban con lastimosos ayes de dolor.
Otra enfermedad provocada por la peste y que también atacaba a los niños era la tos ferina.
Los niños eran afectados por una tos crónica e intensa que les quitaba la respiración. Las víctimas se ponían moradas, les faltaba la respiración, con ojos llorosos, vomito, se desmayaban por la congestión nasal o estornudos. Los afectados perdían peso, sufrían de fatiga y fiebres delirantes. Muchos niños morían.
Los que sobrevivían antes del tiempo de los médicos y las vacunas, eran curados con remedios caseros. En una bolsita pequeña de tela sujeta de un hilo, les ponían una avispa que le llaman la mula del diablo. Su fuerte olor salvó a cientos de niños antes de que llegaran las vacunas.
Cuando sigilosa entraba la peste al pueblo, mi madre no compraba tamales, ni de gallina, menos de cuche. Cuando la tamalera era desconfiable se decía: “esa señora vende tamales de gallina muerta o de cuche muerto”. De animales enfermos o muertos por enfermedad, pues.
En su defensa, la vendedora se hacía la ofendida para no arruinar su negocio, y contraatacando argumentaba que “ni modo que ande brincando en el tamal”.
Una señal inequívoca de la llegada de la peste al pueblo era la concurrida presencia de zopilotes sobre los árboles de macahuites, desde donde volaban en picada hasta tocar el suelo en busca de la fétida carne descompuesta de los animales muertos que eran arrastrados por los niños hasta ese lugar.
A mí me daba pavor acercarme a los zopilotes, porque decían mis amigos que contagiaban la tiña. Así que si veía a uno planear largamente en círculo por el cielo, le daba la vuelta para que no me fuera a caer caspa de su cabeza tiñosa.
Sin ciencia y en nuestros Cien Años de Soledad fuimos víctimas de la tiña, sarna, tindayos, piojos, pulgas, mal de ojo, rubiola, polio, tuberculosis, paludismos, la rabia y tantas plagas, pestes, que golpearon rutinariamente, cada ciclo primaveral, a la región en el siglo pasado.
Algunas de estas enfermedades siguen aún con nosotros en este siglo de supuesta asepsia, confort y bienestar digital.
La peste nueva sólo vino a revivir nuestros antiguos miedos a la muerte. Y no se puede vivir con miedo si se quiere vivir feliz y sano.