Teléfono rojo
Inseguridad, descapitalización, plagas y la ausencia de relevo generacional, son los principales factores que han desplomado la cafeticultura en Guerrero. Estos nudos estructurales impiden a los productores hacer del cultivo una actividad lucrativa.
Muchas familias, que tradicionalmente dependían del grano, han abandonado sus tierras orillados por la inseguridad y emigrado hacia los Estados Unidos; otros, han trasladado su residencia hacia centros urbanos para desempeñarse en algún oficio o en la economía informal, y solo unos cuantos permanecen fieles a su parcela, pero se estima que no será por mucho tiempo, pues no hay relevo generacional: los hijos de los productores que salen a hacer sus estudios superiores ya no regresan al campo. Y las plantas se van haciendo viejas al mismo tiempo que sus dueños.
La información recabada a través de entrevistas a productores Atoyaquenses, evidencia que la cafeticultura ha dejado de ser un puntal relevante en su economía familiar. Lo anterior, es parte de un círculo vicioso entre bajo rendimiento y bajo precio, agravados por el brote de la roya. Independiente a que la precaria calidad en la recolección, procesamiento y comercialización del café en Guerrero siempre ha sido un tema vulnerable.
Hace cuatro décadas los productores de café del país y específicamente los productores guerrerenses vivieron un importante repunte en su economía, auspiciado por la política subsidiaria de Luis Echeverría, quien en 1973 amplía las funciones al Instituto Mexicano del Café (INMECAFE), un organismo federal creado en 1958 para desarrollar integralmente la cafeticultura.
Con la crisis de 1982, el INMECAFE disminuyó su presencia en el sector, especialmente en lo referente a la comercialización del producto. A partir de la apertura comercial de los gobiernos liberales, los productores vieron reducidos sus ingresos ya que sobrevino el desplome del precio el cual resultó inferior a los costos de operación.
Ésta situación se complicó debido, principalmente, a que los cafeticultores en su inmensa mayoría son mono cultivadores y, dada la relación de dependencia económica que habían adquirido con el INMECAFE, no desarrollaron la cultura de la calidad, ni abrieron canales de comercialización alternos, basados en el valor agregado de la torrefacción del aromático. Hoy, el destino los ha alcanzado, pues sufren de una terrible descapitalización que aunado a la ausencia de tecnología, les impide ser competitivos en los mercados.
Actualmente la producción de café en el estado ronda las 3 mil toneladas que equivale aproximadamente a unos 120 millones de pesos repartidos en los 14 municipios productores entre los que sobresalen los de la costa grande, el resto son algunos municipios de la montaña alta y baja y en menor medida la zona Centro.
Ante este panorama, resulta paradójico que aún haya productores fieles a sus predios cuando los procesos de recolección y procesamiento tienen un costo superior a la tasa de ganancia. La respuesta es variada y multicausal, pero el comportamiento predominante es que un gran número de productores no viven del producto, sino prácticamente de las transferencias federales a la producción y a las labores de limpia y en menor medida de la donación de planta para renovación de cafetales y asistencia técnica en general, las cuales han tenido muy poco impacto económico. Los productores se fueron acostumbrando a depender de los apoyos oficiales a cambio de ninguna responsabilidad o compromisos medibles de productividad. Los subsidios son desviados por los campesinos para complementar el gasto familiar.
En resumen, éstos no tienen canales de comercialización adecuados, sobre todo por el bajo rendimiento de sus parcelas, la relativa ausencia de estándares de calidad, el bajo precio y otros factores ligados a su deficiente capacidad y voluntad de organización, así como a la carencia de una elemental cultura empresarial para insertarse en nichos de mercado más exigentes y sofisticados y, de esta forma, enfrentar los retos de la competencia en una economía globalizada.