Con vigilancia continúa velorio de presidente de Feria de Chilpancingo
CHILPANCINGO, Gro., 20 de julio de 2014.- En una casa humilde, los pobladores de Palo Blanco lloraron por un hombre valiente.
La mañana del sábado 19 de julio, cuando lo mataron, el cielo estaba nublado.
Por la tarde, se desató un aguacero como pocos había visto el pueblo. Parecía que el cielo lloraba y lo hacía a cántaros.
La naturaleza desató su furia en un espectáculo de rayos y truenos que estremecieron a la pequeña comunidad, perteneciente al municipio de Chilpancingo.
Al día siguiente, el domingo 20 de julio, nuevamente salió el sol para despedir a Wilbert Hernández López, un hombre valiente, como lo llamaron sus hermanos.
Siempre le gustó el trabajo honrado y así lo hizo hasta el final.
Se levantó temprano y fue a la purificadora y embotelladora de agua, propiedad de su familia.
Tres hombres armados del cártel de Los Rojos (un remanente de los Beltrán Leyva) decidieron que ese sábado sería su último día de vida por negarse a pagar “cuota de funcionamiento” y sin más, le asestaron tres balazos. Wilbert murió trabajando.
Como es costumbre en los pueblos, Wilbert no se fue de casa: el hogar de sus padres creció y albergó a su esposa y a la familia que procrearon juntos.
Enamorado de su mujer, con dos hijas pequeñas, un bebé en camino y un negocio propio, a sus 31 años era feliz.
Sin embargo, la pequeña y tranquila comunidad de Palo Blanco se convirtió en un infierno cuando ingresó la delincuencia organizada.
Los Rojos comenzaron una ola de secuestros, robos, extorsiones, ejecuciones, desapariciones, cobro de “cuota” y pisaje a los comerciantes.
El pueblo dijo basta y Wilbert fue de los primeros valientes en levantar la mano.
A principios de 2014 tomó su arma y se sumó al movimiento de autodefensa, que posteriormente se consolidó como Policía Ciudadana de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG).
En cuestión de semanas, la seguridad, paz y tranquilidad regresaron al pueblo: los delincuentes se habían ido.
De repente, los criminales trataban de regresar, pero los comunitarios mantenían el control de la zona.
El 19 de julio un automóvil violó la seguridad del territorio comunitario y mató a Wilbert.
Para el comandante regional del Sistema de Seguridad y Justicia Ciudadana (SSYJC), Ernesto Gallardo agrande, el mensaje de Los Rojos fue claro: “Aquí seguimos y no nos iremos”.
Wilbert regresó a su casa, la casa de sus padres, ya sin vida, con tres plomazos metidos en el cuerpo.
Esa tarde llovió y siguió lloviendo en la noche, a veces torrencial, de repente una ligera llovizna.
El ambiente lúgubre y la indignación no sólo se respiraba en el pueblo, sino también en el viento fresco y húmedo de Palo Blanco.
Una casa grande y humilde recibió a la gente de la comunidad, que se acercó con veladoras y ramos de flores blancas.
Afuera, decenas de Policías Ciudadanos velaron en silencio el hogar de su compañero.
Con la cabeza gacha, unos viejos, otros jóvenes, algunos con guaraches, otros con botas, pero todos con la playera verde que orgullosamente los identifica como policías ciudadanos.
Adentro el silencio se rompía, a veces por sollozos, a veces por llanto desgarrador, de vez en cuando por la risa de algún niño inocente.
Ahí, entre paredes desnudas y sobre un piso rústico, decenas de personas velaron el ataúd de madera que contenía el cuerpo de Wilbert.
A las 4 de la tarde de este domingo, salió por última vez de su hogar, pero esta vez con los pies por delante, sobre los hombros de sus compañeros.
Decenas de hombres y mujeres se sumaron, en silencio, a la marcha detrás del féretro.
Conforme avanzaron, el contingente creció hasta convertirse en una ola humana que desbordó las calles.
Algunos lanzaron confeti al féretro, otros lanzaron pétalos blancos. No estaban despidiendo a un hombre, estaban despidiendo a un valiente, a uno de los muchos héroes de la Policía Ciudadana de Palo Blanco.
El cuerpo de Wilbert llegó hasta la iglesia del pueblo. Muchos entraron, muchos más permanecieron afuera del recinto, cuyo espacio resultaba insuficiente para albergar a todo un pueblo.
La tapa del féretro se abrió y el rostro de Wilbert quedó de frente al altar, bajo la imagen de Cristo crucificado. Su hermano y cinco compañeros hicieron guardia de honor, protegidos con chalecos antibalas.
Una lluvia de pétalos blancos cayó sobre él. Tras unos cánticos iniciales, el cura inició la misa de cuerpo presente.
La familia llegó desesperanzada ante el altar, cuestionándose por qué mueren los hombres justos, mientras los delincuentes operan impunemente.
El cura eligió para la primera lectura un texto del Libro de la Sabiduría: “No hay más Dios que tú, Señor, que cuidas todas las cosas, no hay nadie a quien tengas que rendirle cuentas de la justicia de tus sentencias (…) Tu muestras tu fuerza a los que dudan de tu poder soberano y castigas a quienes, conociéndolo, te desafían (…) Al pecador le das tiempo para que se arrepienta”.
Después, el cura dio lectura al Santo Evangelio según San Mateo, sobre una parábola que jesus contó a la muchedumbre.
“El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras los trabajadores dormían, llegó un enemigo del dueño, sembró cizaña entre el trigo y se marchó. Cuando crecieron las plantas y se empezaba a formar la espiga, apareció también la cizaña (…) Entonces los trabajadores fueron a decirle al amo: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla?’ Pero él les contestó: ‘No. No sea que al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha (…) diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla; y luego almacenen el trigo en mi granero’”.
El cura dirigió un mensaje a los dolientes: “La muerte es impredecible, no sabemos cuando, ni la forma, ni el día ni la hora, es impredecible. La muerte es una realidad que nos espera a todos”.
En varias ocasiones, reiteró que la muerte del cuerpo es sólo da paso a la liberación del alma en la vida eterna.
“Se puede matar el cuerpo pero no el alma, porque es espiritual y sigue con vida. La presencia del alma y las almas de todos nuestros hermanos difuntos que ya dieron ese paso a la vida eterna están libres y viven en la presencia de Dios”, expresó.
Al término de la misa, Yuridia Hernández, dirigió unas palabras a los asistentes para recordarles los motivos por los que su hermano Wilbert se enlistó en la Policía Ciudadana.
“Se enlistó en este movimiento con la añoranza de ver a su pueblo libre, libre de caminar por las calles, libre para ejercer el comercio, libre de ganarse la vida de forma honesta. Mi hermano luchó hasta el final, sin temor a la muerte, luchó por su familia, por su pueblo, creyendo que Palo Blanco apoyaría hasta el final, no fue así”, dijo a todo pulmón y entre lágrimas.
Su discurso terminó con el orgullo de quien despide a un héroe de guerra: “Hoy hermano te despedimos con dolor en nuestros corazones pero también con alegría de ver a nuestros amigos, a nuestros familiares, a nuestros vecinos presentes para decirte ¡no fuiste un cobarde!”.
En ese momento, la gente se puso en pie e inició una ola de aplausos para Wilbert, el hombre que se levantó en armas para defender al pueblo.
La ceremonia terminó.
Su hermano Johny Hernández López, comandante de la Policía Ciudadana y cinco compañeros más, cargaron el féretro afuera de la Iglesia.
Una lluvia de pétalos blancos y confeti despidieron al cuerpo del recinto católico.
Una hilera de policías ciudadanos, armados y vestidos con sus playeras verde olivo, esperaron afuera de la iglesia y saludaron con respeto y solemnidad el cuerpo de su compañero.
Nuevamente el pueblo salió a las calles y se convirtió en una ola que inundó el pueblo, caminando pausadamente detrás del ataúd.
Flores blancas, rostros tristes, ojos hinchados y lágrimas, llanto, sollozo, indignación. Esa tarde todo el pueblo lloró.
Antes de ir al panteón, el cuerpo de Wilbert recorrió las calles y llegó a la comandancia de la Policía Ciudadana, en la Comisaría Ejidal de Palo Blanco.
“¡Tú familia no va a quedar desamparada!” gritó Jhony Hernández a su hermano.
“Vamos a luchar hasta el final para que el mal gobierno se retire y con ellos se retiren los malos. Gracias hermano, que Dios te reciba en su santa gloria”, expresó el ex comisario a todo pulmón y rompió en llanto, junto a la viuda y la gente del pueblo.
Agua bendita y pétalos blancos volaron sobre el ataúd.
Tres reverencias frente a la comandancia fueron la despedida final de Wilbert.
Su cuerpo avanzó, en hombros, hasta el panteón de Palo Blanco, así, como sólo se van los héroes.