En el juego
Alarde de poder
Hay una interpretación errónea en la apreciación de que el Ejército avasalla y busca la militarización del país. No es el Ejército. En cambio, debe repararse en el hecho fundamental de que la Ley de Seguridad Interior aprobada por el Congreso el viernes pasado, pese a las observaciones en contra de la CNDH y de la ONU y la oposición de numerosas organizaciones sociales del país, no es un proyecto del Ejército sino del poder civil.
Consta en el debate público la posición expresada con toda claridad y en varias ocasiones por el propio secretario de la Defensa Nacional, el general Salvador Cienfuegos Zepeda, que esta columna ha citado extensamente en entregas pasadas, y no es la que quedó reflejada en la ley aprobada.
El general Cienfuegos Zepeda expuso y demandó una y otra vez la necesidad de que la legislación que regularía la presencia militar en las calles en tareas policiacas, estableciera también el compromiso de regresar gradualmente a los soldados a sus cuarteles y un programa gubernamental para profesionalizar a las policías, lo que precisamente permitiría el retorno de los militares a sus bases. También dejó dicho, y conviene tenerlo presente, que el problema de la violencia no se resolverá con balas. Pero no fue escuchado ni por el comandante supremo de la Fuerzas Armadas, que es el Presidente, ni por los legisladores.
La Ley de Seguridad que aprobó el Congreso no dispone nada acerca de la capacitación y certificación de las policías, ningún compromiso que haga posible el regreso de los militares a los cuarteles en el corto o mediano plazo, lo que significa que el gobierno de Enrique Peña Nieto busca perpetuar el estéril estado actual de las cosas en esa materia. Lo que también significa que, igual que Felipe Calderón hace diez años, al actual Presidente no le importa comprometer a las Fuerzas Armadas, pues como su antecesor, puso sobre sus espaldas, ahora al abrigo de una ley, las tareas que corresponden a las policías.
Como señaló oportunamente la ONU, la mayor ausencia de la Ley de Seguridad Interior es el compromiso de devolver la responsabilidad del combate al crimen organizado a las policías, pues en tanto eso no ocurra, esta ley se convierte en un incentivo más para la corrupción, las complicidades y la violencia. Es decir, al no obligar al gobierno federal y a los gobiernos estatales a poner orden en las corporaciones policiales, esta ley naturaliza la anomalía actual y la intervención del Ejército y la Marina en quehaceres de la policía. Es una rendición total ante la infiltración del crimen y frente a la incompetencia de los cuerpos policiacos.
Establecido lo anterior, debemos preguntarnos sobre los intereses que rodean la elaboración y aprobación de esta ley, porque es en la satisfacción de esos intereses donde radica la amenaza que lleva consigo la implantación de este ordenamiento en el contexto actual del país. La paulatina militarización de las calles en los diez años recientes tiene hoy, como no se había visto antes, una motivación y un objetivo político que trasciende el combate a la delincuencia organizada, y responde a una necesidad del poder político. Necesidad del presidente Peña Nieto, para ser más precisos.
Las circunstancias en que se produjo la aprobación de la ley, desoyendo el descontento generalizado que provocó su contenido, configuran un alarde de poder. El régimen político se atrincheró en el Senado para conseguir su aprobación a como diera lugar y con apenas unos cuantos cambios menores. Como si el objetivo hubiera sido hacer sentir el peso aplastante del poder en vísperas de la elección presidencial de 2018, dejando asomar, nítido e intimidatorio, el uso político del Ejército por parte del Estado. Esa sensación de control y poder inapelable, que arrolla también al Ejército, es lo que pareció buscar el gobierno de Peña Nieto.
Ángel Aguirre, candidato del Frente en Guerrero
De verdad el PRD no tiene remedio. La semana pasada se reunió la ex secretaria general de este partido, Beatriz Mojica Morga, con el ex gobernador Ángel Aguirre Rivero, quien en octubre de 2014 se vio obligado a renunciar al cargo bajo la presión del repudio social por la desaparición de los 43 estudiantes normalistas en septiembre de aquel año. Ahora se sabe que, con absoluta falta de sensatez y sensibilidad, el PRD le concedió a Ángel Aguirre el registro para que busque ser candidato a diputado federal por el distrito 8 de la Costa Chica de Guerrero con las siglas de la coalición “Por México al Frente”, creada por el PAN, el PRD y Movimiento Ciudadano. Días atrás los padres de los normalistas desaparecidos advirtieron que combatirán esa candidatura por la responsabilidad que el ex gobernador tuvo en la desaparición de sus hijos, lo que motivó una airada respuesta del PRD en defensa del ex gobernador. Otra vez las complicidades en acción.