
Genio y figura
La semana pasada, la empresa Coca-Cola dejó de operar en Chilpancingo, Guerrero, pues, en los últimos cuatro meses 200 de sus camiones fueron saqueados. Asimismo, el pasado miércoles, dos empleados de la compañía fueron “retenidos” por estudiantes normalistas y por miembros de la CETEG; eventualmente, estos dos trabajadores fueron “intercambiados” por tres normalistas que las autoridades habían arrestado precisamente por estar robando un camión de refrescos.
Este episodio es el más reciente de una serie de acontecimientos que exhiben que, en Guerrero, el gobierno federal, el estatal y los municipales han sido superados por la realidad: en dicho estado, la ley es tinta sobre papel y nada más. Por eso, un día sí y otro también, hay asesinatos, secuestros, levantones, saqueos.
¿Qué más necesita pasar en Guerrero para provocar un verdadero cambio de fondo? Todos, gobierno y ciudadanos, atestiguamos día a día un paulatino proceso de descomposición política en aquella entidad, que trasciende a la esfera social y económica, y que debería motivar al menos a una discusión de qué hacer. No me refiero, desde luego, a los paliativos, a las medidas temporales para salir del paso mediáticamente. Hablo de plantearnos seriamente cómo resarcir una institucionalidad podrida hasta el tuétano.
Frente a nuestros ojos desaparecieron 43 estudiantes de una normal que destaparon la connivencia entre autoridades locales y el narcotráfico, y se han descubierto fosas con decenas de cuerpos, ninguno de ellos de los estudiantes. Y de nueva cuenta, hace unas semanas pasado fue levantado un grupo de personas en el municipio de Cocula, justo en la zona en la que ocurrieron los hechos que dieron la vuelta al mundo. Las inexistentes autoridades locales fueron, como ocurrió en septiembre pasado, las primeras en “atender” la denuncia del secuestro múltiple.
Los inconformes toman carreteras, usurpan casetas de peaje, queman edificios públicos —sedes de partidos, palacios de gobierno— sin que haya ley o poder que los sujete o al que le teman. Exigen la cancelación de las elecciones para renovar los poderes locales. El Instituto Nacional Electoral no puede hacer gran cosa por la organización en medio de la inestabilidad y la violencia: ¿qué ciudadano querrá ser presidente de casilla o escrutador en una región en la que ejercer esa labor cívica le significaría jugarse la vida?
La frase que no podemos permitir como secuela de esta cadena de eventos es: “y lo que se siga acumulando”. Porque, aun cuando sea explicable el pasmo, la indiferencia y la inacción de la clase política en los tres niveles de gobierno (la lógica de la inmovilidad previa al proceso electoral), del lado de las organizaciones ciudadanas tampoco se ve un llamado urgente a parar esta descomposición con medidas radicales. Es aquí cuando se necesita una dirección, un liderazgo, una política-guía que, por principio de cuentas, convoque a todas las fuerzas políticas y a las civiles a deponer los intereses particulares para emprender una reconstrucción ordenada de la institucionalidad perdida en Guerrero. Para ello se requiere, desde luego, despojarse de mezquindades, de intereses de corto plazo y de búsqueda de ganancias a río revuelto. Pero también es indispensable que esa gran política rectora trace una agenda ambiciosa de replanteamiento de las estructuras estatales en Guerrero.
No se trata de un ensayo de reforma del Estado que únicamente modifique organigramas de administración pública o redistribuya equitativamente los espacios de poder. Se necesita un auténtico Pacto en el que, por principio de cuentas, se priorice salvaguardar los pivotes de desarrollo económico que saquen a Guerrero de su pobreza perenne. Proteger y fortalecer el turismo y rediseñar el aparato educativo tendrían que aparecer como asignaturas indispensables.
Pero nada de esto lo pueden lograr las fuerzas políticas actuando individualmente o cada una por su lado. Al gobierno federal no le basta el decálogo para reformar el sistema de justicia ni enviar a un secretario de Estado como emisario que aplique sus políticas. Y tampoco las administraciones estatales ni municipales pueden prescindir de una estrategia integral de seguridad que tenga como prioridad el desterrar el crimen organizado. Y, por una vez, los grupos de izquierda y las organizaciones sociales, incluso las radicales, deben abrir un espacio a la mesura y el diálogo, porque lo que está en juego —si es que no se han dado cuenta— es la viabilidad de toda la entidad, incluidas ellas, que tanto alegan luchar por la gente.
No basta ya garantizar que se efectúen las elecciones y se renueve la administración. La cirugía a emprender es reconstructiva, es darle a la sociedad guerrerense un futuro, uno en el que vivir en su Estado signifique prosperidad, imposible en un entorno de incertidumbre jurídica frente a la extorsión de la delincuencia o frente a las afectaciones económicas de una protesta social que sólo vela por los intereses de unos cuantos. Se trata de sacar a Guerrero de esa fosa invisible llamada indiferencia.
Sin embargo, lamentablemente, las cosas son un poco más complejas que lo señalado en el párrafo anterior: no estamos ante gobiernos que no pueden cumplir con su trabajo, es decir, que honesta y responsablemente se esfuerzan por hacer valer el marco legal pero no lo logran, sino ante algo mucho peor: en Guerrero, las autoridades son parte central del entramado de corrupción e impunidad que tiene sumida a esta entidad federativa en la barbarie.
Guerrero es producto, pues, de que las autoridades de todos los niveles y colores actúan en contra de la legalidad misma, ya sea activamente o por negligencia. Por eso, este estado del país es un paraíso para los criminales de toda índole. Claro está que esto no tiene nada de novedoso: desde hace muchos años, Guerrero es un polvorín, tierra de nadie donde la ley ha sido nula o, en el mejor de los casos, aplicada selectiva y políticamente.
Si no hay un cambio radical en cómo es “gobernado” Guerrero, a Coca-Cola le seguirán otras empresas y no sólo en Chilpancingo. ¿Y luego? ¿En qué van a trabajar los guerrerenses? No olvidemos que estamos hablando de uno de los estados más pobres, menos educados y más hambrientos del país. Lo que la entidad requiere es, pues, orden, garantías para los empresarios y trabajadores, mejor infraestructura, más y mejor educación, etcétera, es decir, más y mejor gobierno.
Ahora es Guerrero. Pero Oaxaca y Michoacán son igualmente entidades al filo de la navaja. ¿México entero también? Urge que los políticos entiendan, incluso si sólo lo hacen desde un punto de vista egoísta, que las cosas ya no pueden seguir así: si la clase política continúa dedicándose a la rapiña, al mal gobierno, a los abusos y, en los peores casos, hasta a delinquir, tarde o temprano el tejido social reventará: Guerrero (y podría seguirle México o al menos algunas de sus regiones) se colapsará. Si eso ocurre, todos, incluidos los políticos, saldremos perdiendo.
Es apremiante que los partidos políticos y los gobernantes se tomen las cosas en serio. Y se proceda a una profunda reestructuración institucional y a un redimensionamiento de la democracia en Guerrero (y en México).