Sin mucho ruido
Las nieves del Ayayai
Hay dos cosas que me marcaron al llegar a Acapulco: los licuados Chavelas y las nieves del “Ayayai”.
Los dos referentes, patrimonio cultural intangible de la acapulqueñidad, existen sólo en la memoria de los porteños mayores de 30 años y creía firmemente que habían desaparecido de su hábitat por algo parecido a una selección no muy natural, que imponen las reglas del mercado neoliberal y su destino manifiesto como una especie de condena para los mexicanos… un Oxxo en cada esquina te dio. Pero no.
Otro día escribiré sobre Chavelas, un oasis abierto las 24 horas del día para viajeros diurnos y nocturnos que hacían de este lugar, parada obligatoria para avituallarse después de horas de excesos en playas, discos y lugares no santos, incluso en días de guardar. No cerraba los 365 días del año con decenas de trabajadores que laboraban en tres jornadas todos los días.
Lamentablemente ya no existe más que en la memoria de los comensales que como yo, no olvido los frijoles con cerdo guisados en chile rojo, que caían como gloria regresando medio incróspido de una larga juerga que concluía antes del amanecer. Después, a dormir, y unas (muy pocas) horas después, a trabajar como si nada.
Pero el presente me exige hablar de los barquillos, las nieves más ricas que he probado en Acapulco y que preparaba y vendía un señor que le decían “El Ayayai”, grito y sustantivo de batalla que convocaba a clientes que ya esperaban el gélido manjar bajo los corredores de las casas de tejas del viejo Acapulco.
Por ahí bajaba y subía el hombre empujando un carrito como quien porta un preciado y minúsculo glaciar ambulante desprendido del polo de la fábrica de hielo en el Barrio de La Fábrica.
Un carrito de madera que circulaba por el intrincado laberinto de callejones del Centro de la ciudad, con un colorido barril que cobijaba la frialdad de una lata llena de sabores y que desprendía vapores como la boca de lobo que jala un trineo en un invierno polar en nuestro eterno verano.
Bien tapado, el tambo mantenía el manjar helado, elixir contra el calor, a grados bajo cero de temperatura, el cremoso sabor de la leche batida en varios sabores, vainilla, mamey, café y fresa. Yo prefiero el de vainilla, aunque los otros no están para despreciar, lo digo con conocimiento de causa.
Yo creía que este manjar, patrimonio cultural intangible de los acapulqueños, había desaparecido hasta que gracias a las benditas redes sociales me encontré este mensaje, en el fondo de una botella, flotando en el océano digital de mi iPhone 11.
El Ayayai es Gilberto Ramírez, quien dejó sus estudios para seguir el oficio de su padre y de su familia, vendedores de nieve mucho antes de que Aureliano Buendía conociera el hielo en Macondo, desde el año de 1926.
El mensaje dice que este buen hombre se alejó de la venta callejera de la famosa nieve artesanal obligado por un accidente que sufrió en la rótula. Creo que fue un asalto violento el que lo postró en cama, y que después de múltiples intervenciones quirúrgicas, de poco le han servido. Sigue igual y lamentablemente el hombre ya no puede vender las nieves como lo hacía en el pasado gritando el ¡Ayayai… nieves!
La buena nueva es que su familia ha seguido la tradición y sigue ofreciendo esta delicia en los sabores de siempre, a sólo 130 pesos el litro.
Y para no olvidar todo aquello que les conté, usted puede pedir las nieves de El Ayayai en el número telefónico 487-93-62 y se le entrega los jueves y viernes a las 2:30 de la tarde, en la entrada del Bancomer del Zócalo.
Ayudemos a recordar los sabores del viejo Acapulco y ayudemos a esta familia aferrada a la tradición, al trabajo decente y a la cultura del esfuerzo a continuar con la vida. Ah… ¡y las nieves siguen igual de buenas! ¿Quién dice “yo quiero”? ¡A llamar, pues!